Lecturas:
Isaías 49, 3. 5-6 – Salmo 39 – 1ª Corintios 1, 1-3
Juan 1, 29-34
Comentario
ESTE ES EL CORDERO DE DIOS
2017, 2º Domingo Ordinario
El pasado domingo celebramos el Bautismo del Señor. Su bautismo fundamenta el nuestro. Entonces nos preguntábamos ¿cómo vivimos nuestro bautismo en nuestra vida cotidiana y social? No es un simple dato en la memoria curricular de nuestra vida. Representó una simbolización real de la muerte, sepultura y resurrección de Cristo misteriosamente actualizadas en nosotros. El bautismo nos hizo sumergirnos en su misma muerte y resurrección. No ajustar nuestra vida a este suceso importante haría falsa nuestra existencia. Las lecturas de este domingo profundizan la significación del bautismo de Jesús. Él se presentó mesiánicamente a su pueblo en el Jordán y el Bautista lo identifica como “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. Nosotros no hemos llegado a conocer suficientemente a Jesús, su condición divina, porque solo implicamos en ello, en todo caso, nuestras fuerzas. Pero nos engañamos si pensamos que podemos conocerlo únicamente por los medios humanos. Solo la luz de Dios puede hacernos capaces de conocer a Dios. Conocemos en la medida en que él se revela. El conocimiento que Juan el Bautista tiene de Jesús lo va adquiriendo progresivamente. Él dice dos veces que no conocía a Jesús. Sin embargo eran primos. Juan lo conocía por ser de la familia. Pero el conocimiento de su identidad divina lo conoció progresivamente gracias a la luz del Espíritu.
Juan el Bautista habla de Jesús como del “Cordero de Dios”. La expresión “llevar” o “quitar” los pecados del mundo implica un conocimiento de Isaías 53,7 al hablar del Siervo que se pone en el lugar de los pecadores para llevar el peso de sus pecados. Ya los primeros cristianos señalaron el doble sentido de sustitución y de propiciación. Cómo llego Juan Bautista a comprender a Jesús como “el Cordero de Dios” es algo misterioso que los autores discuten. Sin embargo los Sinópticos no dudan en dar al texto una interpretación cristiana. Y, en definitiva, es clara la intervención del Espíritu para dar a conocer cuanto afecta a la revelación de la identidad mesiánica de Jesús. Saber que Jesús es Hijo de Dios viene de Dios.
EL CORDERO QUE QUITA EL PECADO DEL MUNDO
El Bautista ve a Jesús que se acerca y exclama: “Este este es el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. ¿Cómo lo sabe Juan? Porque el que le envió a bautizar le dijo que aquel sobre el que vería posarse el Espíritu Santo es el que bautiza con Espíritu Santo. Saber que Jesús es hijo de Dios, la capacidad de confesarlo y testimoniarlo, viene de Dios. El Bautista lo confiesa diciendo que Jesús es el cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Jesús viene al mundo y dándose él mismo nos da a Dios. Y dar a Dios implica hacer desaparecer el pecado o mal del mundo. El pecado es fundamentalmente el no-Dios. No permite a Dios hacer de Dios en el hombre. No es una simple transgresión de un precepto divino. Ni tampoco un simple error moral o mera desviación de ciertas normas morales. Es algo que afecta a la vida entera del hombre, y de la humanidad, a la tensión entre finitud e infinitud de la existencia humana. Es el orgullo y desobediencia humana de quien pretende ser como Dios y, por tanto, suplantar a Dios en la propia vida. La Biblia habla de iniquidad, de tropezón y de transgresión. Para Pablo el pecado se identifica con el poder del mal y el poder de la muerte. Es como un tirano que somete al hombre a la servidumbre y a la misma muerte. Es un estado de alejamiento de Dios y de impotencia para alcanzarle. La liberación solo nos viene de la gracia de Dios manifestada en Jesucristo “entregado” libremente a la muerte por nuestros propios pecados. Donde nosotros ponemos rebeldía él pone receptividad, obediencia, acogida. En su obediencia mata nuestra desobediencia. El pecado es el mal de la humanidad, la destrucción de su identidad y destino. Es disgregación, desintegración interior y exterior, injusticia, violencia y discordia. Es negación de la verdad, del amor y de la paz. Cristo es y hace todo lo contrario. Es paz, concordia, solidaridad, misericordia y reconciliación. Y por ello “quita el pecado del mundo”.
CRISTO MATÓ NUESTRO MAL EN SU CARNE
Cristo no nos salvó a distancia. Asumió como propia nuestra carne, nuestro mal, nuestro pecado, incluso nuestra muerte. Se mojó hasta el fondo. Él fue como el cordero que carga todos los pecados del pueblo. Y mató el pecado y la muerte libremente en su propio cuerpo. Asumió solidariamente nuestros males. Resulta impresionante una simple lectura de la Revelación contemplada en toda su veracidad y sencillez. Deberíamos leer, meditar, anonadados, estos textos: “A quien no conoció el pecado, Dios lo hizo pecado por nosotros para que viniéremos a ser justicia de Dios en él” (2 Cor 5,21). “Llevó sobre el madero nuestros pecados en su cuerpo a fin de que, muertos a nuestros pecados, viviéramos para la justicia” (1 Pdr 2,24). “Cristo nos rescató de la ley haciéndose él mismo maldición por nosotros” (Gal 3,13). “Nadie tiene un amor mayor que este de dar la vida por los amigos” (Jn 15,13). “Soportó la cruz sin tener en cuenta la ignominia” (Hbr 12,2). La fuerza de Jesús es que “nos amó hasta el extremo”. Que se apropió de nuestros males. Que los mató en su propio cuerpo. El amor sufrido no es algo inhumano, sino sobrehumano. Es la prueba de que nos amó del todo y sin rescisión posible. Habría una posibilidad de no sufrir tanto: y es eliminar en nosotros la capacidad de pecar. Pero esto implicaría problemas para nuestra libertad. El pecado está donde está el hombre con su libertad y las inmensas posibilidades que tiene. El sufrimiento existe porque existe la libertad y existe el amor, asumidos libremente. La posibilidad de sufrir viene del amor sincero. Sufrimos porque amamos y en la medida en que amamos. Los efesios sufren debido a sus problemas y Pablo les escribe: “Todo esto viene de Dios. Pues a vosotros se os ha concedido la gracia de que por Cristo… no solo creáis en él, sino que también padezcáis por él” (Flp 1,28).
ÉL OS BAUTIZARÁ EN EL ESPÍRITU SANTO
El Espíritu Santo es la intimidad personal de Jesús. Es su Espíritu. Cristo, que estuvo presente en Palestina gracias a su corporalidad, está ahora presente espiritualmente en los cristianos de manera vivificante. Y este es el mayor y más glorioso misterio de la Iglesia. Cristo dijo a sus discípulos: “Os conviene que yo me vaya, de lo contrario no vendrá a vosotros el Consolador; pero si me voy os lo enviaré” (Jn 16.7). El cristiano debe abrirse a este nuevo modo de presencia que radica dentro de su intimidad personal, dentro de él mismo. “Quien no tiene el Espíritu de Cristo, ese tal no le pertenece” (R 8,9). “El que se une al Señor se hace un solo Espíritu con él” (1 Cor 6,17). La madurez plena del hombre no es el instinto, ni siquiera su racionalidad, sino el hecho de estar iluminado y conducido por el Espíritu. Acontece cuando se imprime en sus actos y en su vida una modalidad verdaderamente divina. Cuando ama con el amor que Dios mismo ha depositado en su corazón. Cuando ve con los ojos del corazón. En la vida cristiana hay una etapa inicial en la que el hombre se mueve él mismo, actúa él, piensa y decide él. Pero hay también una nueva etapa en la que es Dios quien actúa en él. Es algo que se realiza en el creyente, pero no por el creyente, sino por Dios directamente. El hombre no piensa, es iluminado. No se mueve, es movido y conducido. El creyente vive en una situación de adhesión plena y exultante con Dios que aparece en todo momento como actor y autor. Entonces la vida se hace luz, amor, sintonía, conducción, paz, solidaridad. Esto es lo que implica estar bautizado o sumergido en el Espíritu Santo.
Francisco Martínez
E-mail:berit@centroberit.com
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