LECCIÓN INAUGURAL DEL CURSO 2016/2017 DEL INSTITUTO DIOCESANO DE ESTUDIOS TEOLÓGICOS PARA SEGLARES, por D. Francisco Martínez.

Voy a referirme a los sacramentos y con ello me introduzco ya en el núcleo del curso. Es difícil conjuntar brevedad y precisión. Sobre todo teniendo en cuenta la displicencia generalizada de los creyentes de estos últimos tiempos sobre los sacramentos. Pero tratándose del corazón de la fe cristiana, hay que intentarlo, y con entusiasmo, porque si queremos renovarnos, hay que partir necesariamente de este hecho. De lo contrario, la renovación será parcial y no esencial, porque es ahí donde está el núcleo de la nueva evangelización.

I. DE LOS ORÍGENES A LA CRISIS

  1. Un hecho desconcertante: el descentramiento de Cristo o el desvanecimiento de la doxología. Necesidad urgente de asumir la estructura original

Mi disertación no es un extracto selectivo de libros o artículos novedosos. Es el resultado de una reflexión rigurosa de la vida cotidiana. Se centra en un hecho que se vive con sospechosa normalidad. El objetivo es recordar las sendas que nos devuelven a la verdad original. Si lo logramos podría acontecer algo maravilloso en el pueblo de Dios. Con ello quisiera hacer una aportación cordial al Plan de Renovación Pastoral de la Diócesis de Zaragoza 2016/17.

Hace tiempo me inquieta una rutina preocupante: la vida cristiana del pueblo padece hoy una cierta digresión importante de la fe evangélica de la Iglesia primitiva original y la de los Padres porque no se atiene enteramente a la doxología estructural. Dista mucho de ser explícitamente cristocéntrica: se basa en gran parte en devociones a la carta, de santoral. Se trata de un hecho crónico que la costumbre ha reconvertido en normal. Pero es manifiestamente una sedimentación inconsciente, que ha olvidado los orígenes y que, al fin, ha olvidado el olvido. Tiene mucho más de costumbre que de verdad. No apreciarlo es estar formando parte de la situación. Ya en su tiempo, Sören Kierkegaard formuló así este hecho: “La cristiandad ha acabado con el cristianismo sin caer en la cuenta de ello. En consecuencia, si se quiere hacer algo, hay que reinsertar el cristianismo en la cristiandad”. Son los mismos papas últimos, Juan Pablo II, Benedicto XVI Y Francisco quienes lo han señalado con expresiones no menos fuertes: “el desafío es tan radical que se necesita plantear la evangelización en términos totalmente nuevos” (Juan Pablo). Pertenecemos a la generación de la más compleja etapa de la historia de la humanidad, la de la sustitución de la fe por la razón (modernidad) y la de la deflación de la razón en el vacío, la nada y la indiferencia (posmodernidad). Después de los cismas de Oriente, -la Ortodoxia-, y la de Occidente, -la Protesta-, la mayor catástrofe de la Iglesia es la de la separación de Iglesia y del mundo moderno. Evangelizar hoy nuestra generación es seguramente la empresa más compleja que jamás ha conocido la Iglesia. A las dificultades externas, añadamos también las internas: el nuevo paradigma doctrinal, la inadaptación de los evangelizadores, la caída de vocaciones y la pérdida de energías en los fenómenos de la exclusión y de la malquerencia. Fernando Sebastián anotó hace años: ”si los cristianos no recreamos una cultura creyente, será la cultura agnóstica la que hará de los cristianos ateos”.

En el cristianismo Dios lleva siempre la iniciativa absoluta. Pero resulta que cuando muchos cristianos creen ir a Dios, no acaban de salir de ellos mismos. No tienen a Dios. Tienen más bien una imagen mental de Dios. El hombre, todo hombre, suele estar fuertemente inclinado a creer aquello que le gusta. Y lo que le gusta, lo convierte en hábito. Y entonces la vida misma se hace costumbre. La costumbre es la dueña del mundo, la fuerza más grande que lo guía y condiciona. En la vida real la costumbre puede más que la instrucción y más que la norma porque es como una máxima viva que llega a hacerse carne y tendencia. Es difícil retroquelar la costumbre. Los hombres solemos confundir frecuentemente la costumbre con la verdad. La costumbre es como una segunda naturaleza que ha destruido la primera, dice Pascal. Y la costumbre que no es verdad hace esclavos. Vayamos al hecho.

  1. La verdad absoluta de los sacramentos tiene siempre un trasfondo único y esencial: el acontecimiento de la Cruz y de la Cena como expresión perenne de la infinita gratuidad de Dios

 

         Nos dicen la fe evangélica y la praxis eclesial de los primeros siglos que Jesús centró su llamamiento a seguirle a él asumiendo su misma cruz y dejándonos tomar por el espíritu de las bienaventuranzas. Esta es, según Jesús, la clave expresa de toda la vida cristiana. Traducido en clave conceptual y antropológica, Jesús nos llamó a vivir la infinita gratuidad de Dios. Esa gratuidad tuvo en Jesús dos expresiones sorprendentes, maravillosas, pero complejas: la cruz y la cena; las dos son el acto de darse del todo hasta morir de amor y darse para ser comido y asimilado para existir en los otros. Para ello, Jesús promulgó el bautismo entendido como inmersión y sepultura del mundo viejo del hombre, el del egoísmo, y como emersión y nacimiento al nuevo, el amor de Dios. Este mundo nuevo es él mismo en persona en el acto de darse. E instituyó también la Cena como permanencia suya perenne entre nosotros y como posibilidad de que todos y cada uno, y en todos los tiempos y lugares, muriésemos su misma muerte y resucitásemos de su misma resurrección, para vivir y reflejar la infinita gratuidad de Dios. La Cena fue entendida en los inicios originalmente como agapé, como amor máximo, como un vivir la vida de los otros haciendo comunidad y viviendo en comunión. Los cristianos, como Jesús, entendían que ellos ya no perdían la vida, la entregaban libremente. Y entendían que “la carne de Cristo es la caridad”, como decía Ignacio de Antioquía. Donde nosotros hablamos de presencia y de carne, ellos, los primeros creyentes, hablaban de gratuidad y caridad. Practicaban la máxima integración afectiva jamás conocida. En ellos evangelizaba la vida mucho más que las palabras. Comprendían perfectamente que para cambiar al hombre primero había que amarlo. ¡Qué bien lo expresa Teresa cuando escribe “Amar saca amor!”. Amar: esta era toda su identidad. La Cena era la Caridad, la máxima Caridad, pues a ella iban no a “cumplir” un deber, ni tampoco a ejecutar un acto de piedad, sino a entregar su vida a los demás, principalmente a quien más lo necesitaba. Daban y se daban, y esto era todo. La gratuidad y no el funcionalismo: esta es la verdad fundamental de la Cena. Jesús vivió la cruz y la cena para entregarse. Nuestra vida, en consecuencia, o es entrega o no es cristiana. La vida de las comunidades primitivas, por girar en torno a la Eucaristía, consistía toda ella en el amor fraterno. No terminaba en el rito, sino en la convivencia. No era una forma de piedad, sino una forma de vida. A quien se le olvida amar es la eucaristía lo que olvida. Impensable ser cristianos dispensándose de amar.

Debido a diferentes causas: el uso persistente de lenguas que ya resultaban extrañas al pueblo cuando se van imponiendo las lenguas romances, la pérdida de los  significados simbólicos de la liturgia, el hieratismo pontifical y monacal y el ceremonial imperial, se fue amortiguando en el pueblo el sentido de lo sacramental. Ante el frío vacío espiritual, el pueblo sintió la necesidad de ser piadoso e inventó las devociones populares que adquirieron un auge extraordinario en la Edad Media, tanto cuan grande era la depresión de la vida litúrgica, creando de este modo una vía a veces unida, a veces paralela, y, en ocasiones, en desconexión con la praxis sacramental. Todavía algunos de nosotros hemos conocido el rezo del rosario y de novenas durante la misa. La oración mental, el rosario, el viacrucis, el examen de conciencia, y otras devociones, entraron fuertemente a formar parte del núcleo de la piedad tradicional del pueblo.

  1. La recuperación sacramental pasa por la superación de una triple atrofia histórica: cristológica, eclesial, sacramental

         El programa del curso obedece al deseo de ofrecer a nuestros alumnos un marco ideal para la mejor vivencia de la fe. Yo lo asumo como un proyecto apasionante. Como digo en el programa, de la misma forma que la tarjeta SIM de nuestros móviles introduce en ellos la información que necesitamos, nosotros proyectamos introducir en los cristianos de hoy la arquitectura original y actual de la fe y de la oración, bajo la guía del Vaticano II. El cristianismo-perfecto ha resultado ser en todas las épocas de la Iglesia un ideal soñado. Cada época ha creído que lo que enseñaba y practicaba era lo mejor. En los primeros siglos el martirio, la vida eremita y cenobita, el monacato encauzaron torrentes de energías de fe y de amor. Pero ya en los mismos inicios crecieron juntas dos tendencias: la de un cristianismo cerrado y la de otro más abierto. Uno que, para la vivencia de la fe partía de cero y otro que recogía todo lo que había de aprovechable en la misma cultura pagana, sobre todo, su filosofía platónica. Tertuliano encarna la negación de todo lo humanista. Clemente de Alejandría, en cambio, une admirablemente cristianismo y filosofía helena. Le siguen Gregorio Niseno y  Gregorio Nacianceno. San Jerónimo, con fidelidad rigurosa escribe: “Si quieres ser perfecto ¿qué haces en el mundo?”. Y san Ambrosio Autpertus: “Si quieres unirte a Dios ¿cómo vives en el desierto de tu país? El auténtico monje busca siempre el destierro. Nadie está desprendido del mundo si no abandona su patria”. En el otro extremo se viene a afirmar que no caminamos a Dios desnudándonos de la historia, del mundo, de los valores naturales humanos. Los valores humanos entran también en el reino. Se impulsa así una mística universal y dinámica que, en Francisco, tendrá como hermanos no solo a los hombres, sino también a todos los seres, el cielo, las estrellas, el sol, el fuego, el agua. Una mística que no hace ascos a la materia, y que no piensa en el fin como catástrofe y ruptura, como un barco que, llegado al puerto, hay que hundir, sino como  el punto de maduración colectiva de una humanidad llegada a ser plenamente ella misma, unida a Cristo como cabeza espiritual y universal. Es una fuerte corriente que tiene como epicentro el amor fraterno como humanización de la vida temporal, y en consecuencia, la atención a los pobres, recuperando con ello el meollo de la fe bíblica y específicamente evangélica. El Vaticano II, al afirmar que “a los laicos corresponde buscar el reino de Dios componiendo y arreglando según Dios los asuntos temporales” (LG 31), pondrá las cosas en su sitio distinguiendo acertadamente entre la espiritualidad  monacal y la específicamente seglar.

Los dos máximos conductores, sin duda, de la vida espiritual del cristianismo han sido Agustín y Benito. Los dos escribieron una Regla mediante la cual ejercieron una enorme influencia en la configuración de la espiritualidad cristiana de todos los tiempos. Benito más orientado al monacato. Agustín lo hizo en las Sedes episcopales y en el clero Regular.

         Sus Reglas son eminentemente cristocéntricas. Universalizaron la liturgia y con ella el principio y la visión de la Iglesia como Cuerpo Místico. Sus textos han resultado paradigmáticos para el seguimiento de la vida cristiana y en el caso de Agustín un recurso generalizado de la predicación en toda la Iglesia.

A pesar de todo, en la Alta Edad Media, la Iglesia se hace más funcional, se la contempla más bien como institución temporal, se oscurece la idea de Cuerpo Místico, y con ello, la imagen de la Iglesia y de los sacramentos. E incluso entran en una manifiesta atrofia que llega hasta nuestros días. Se desvanece la visión de Cristo como cabeza de la Iglesia, en favor de la visión del Jesús de la historia. Palidece la visión de la Iglesia como Misterio en favor de su institucionalidad jurídica. Y los sacramentos son vistos como medios produccionistas de gracia en sí mismos, sin necesaria referencia a Cristo y la Iglesia. Se esfuma la visión de los sacramentos como acciones vivas del Cristo resucitado y como proceso de configuración con él y se intensifica el tema de la causalidad instrumental de la gracia. En la pedagogía de la fe esto representa una distorsión importante. Analicemos estos hechos históricos de tanta repercusión en la espiritualidad de la Iglesia de hoy.

  1. La atrofia cristológica. Consiste en la desconsideración y olvido del Cristo hoy glorioso y celeste, Mediador siempre en acto, sustituido por el simple recuerdo o imagen mental del Jesús temporal de la historia, o de ayer, en Palestina.
  • Ello es debido a la atrofia que ha padecido la teología de la resurrección de Jesús reducida tanto tiempo a simple argumento apologético, en lugar de aceptarla como fundamento permanente de la vida cristiana. La Iglesia es el Cristo glorioso soplando permanentemente su Espíritu a la Iglesia para identificarla con él.
  • Es debido también a la retirada de la cristología y de la piedad popular de los misterios singulares de la encarnación, muerte, resurrección, ascensión, pentecostés, capitalidad de Cristo, vistos únicamente como sucesos históricos pasados, no como trances vivenciales perennes de los cristianos, y sustituidos hoy por un puro moralismo.
  • La teología occidental de la satisfacción de la deuda del pecado por parte de Cristo, de Anselmo de Canterbury, concebida de forma puramente jurídica, que empobrece el contenido de la liturgia y reduce el cristianismo a una visión moralizante.
  • La lucha contra el arrianismo –los arrianos negaban la divinidad de Cristo- que se centró en la defensa de su divinidad olvidando su Humanidad, verdadero fundamento de su mediación salvadora, siempre viva y actual.
  • Un fenómeno de neo-calcedonismo: el concilio de Calcedonia afirmó la divinidad de Cristo, y muchos se quedaron de tal forma con el Cristo Dios, que también olvidaron al Cristo-Hombre y por tanto su mediación salvadora.
  1. La atrofia eclesiológica. Consiste en el desequilibrio entre jerarquía–omnipresente- y pueblo de Dios–prácticamente olvidado y excluido.
  • Pérdida de una visión de la Iglesia como Pueblo de Dios y Cuerpo Místico de Cristo: Gregorio VIII, Inocencio III, Bonifacio VIII: la Iglesia, sujeto de poder temporal en el mundo y sobre el mundo. Politización de la Iglesia.
  • Sustitución de una Iglesia “pascual” por una Iglesia devocional santoral y particular. Iglesia sin Pascua, sin año litúrgico, sin sentido comunitario ni comunidades de evangelio, con abundante magisterio y escaso evangelio, de pequeños grupos practicantes y devocionales, preocupada por una salvación individual, recelosa de la cultura ambiente y de la realidad social y política. Sin sentido misionero y ecuménico.
  1. La atrofia sacramental. Consiste en la visión de los sacramentos como simples medios o instrumentos produccionistas de gracia sin conexión viva a Cristo como autor, actor y modelo inseparable y sin referencia a la capacidad amatoria de las personas. Se les mira como  fábricas de caramelos, o de gracias; no altar y tálamo donde las personas se aman y se entregan. Los sacramentos no se basan en objetos, sino en sujetos. No generan “productividad”, sino generosidad y entrega. No se debe perder la integridad y belleza del conjunto: Cristo existe en la Iglesia, la Iglesia se prolonga en los sacramentos y los sacramentos son lo constitutivo y manifestativo de la Iglesia y del Cristo hoy celeste. (La persona, sus brazos y sus dedos, es decir: Cristo, la Iglesia y los sacramentos, son lo mismo).
  • Los sacramentos remiten ahora al vacío corporal y visible que deja en la tierra el Jesús de Palestina ascendido a los cielos, vacío que hoy hay que aceptar y asumir en la fe, y que ahora es corporalmente representado sacramentalmente por el simbolismo del libro, del pan y vino (a los discípulos de Emús: “se les abrieron los ojos cuando les explicaba las Escrituras”, y “le reconocieron en la fracción del pan”). Cristo es ahora autor, actor y modelo en los sacramentos. Los sacramentos son Cristo, su persona y su vida en nosotros. Son la comunión con él y nuestro proceso de identificación con él, desde su nacimiento hasta su ascensión (año litúrgico), desde nuestro bautismo hasta la muerte.
  • La teología de la Edad Media utilizó el lenguaje metafísico heleno, hablando de sustancia y accidentes, de causa y efecto. La Revelación y la cultura actual utilizan no el lenguaje causalista o produccionista, interesado, sino el lenguaje simbólico de los enamorados. No hablamos de una fábrica de caramelos, -cuya finalidad es “producir” caramelos-, sino de una acción entre personas que se aman, desinteresada y gratuitamente. No es intercambio de objetos, sino de sujetos. No de “algo”, sino de “alguien”. No de “gracias”, sino de “un caerse en gracia entre dos”. Nunca el pan es tanto pan, ¡es Él mismo dándose a comer! Ni el libro es tanto libro: ¡es Él mismo hablando! Es un lenguaje creador, un lenguaje diferente que celebra el realismo de la fe en su punto culminante.

II. LA RENOVACIÓN

 

  1. La inapelable aceptación del Vaticano II y el decidido retorno al Cristocentrismo

         El Vaticano II representa un fenómeno absolutamente singular en la historia de la Iglesia. Tuvo un talante eminentemente pastoral. Su objetivo ha sido la vida creyente del pueblo de Dios. Nos apoyamos decididamente en él. Y lo hacemos leyendo algunos de los principios rectores de la reforma litúrgica. Según el Concilio, Cristo, Iglesia y Sacramentos son totalmente inseparables. Una disgregación mental de estos tres elementos representa una quiebra estructural.

         El Concilio afirma: “La liturgia ejerce la obra de la redención” (SC 2). Jesús sigue siendo en la Iglesia “el Mediador viviente entre Dios y los hombres” (SC 5). “En la liturgia Cristo asocia siempre consigo a su amadísima esposa la Iglesia” (SC 7). “La liturgia es el ejercicio del sacerdocio de Cristo” (SC 7). “La liturgia es la acción sagrada por excelencia” (SC 7).

         “En la liturgia terrena pregustamos y tomamos parte en aquella liturgia celestial que se celebra en la ciudad santa de Jerusalén, la acción sagrada por excelencia, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos donde Cristo está sentado a la diestra de Dios como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero” (SC 8).

         “La liturgia es la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza” (SC 10).

“Los fieles pongan su alma en consonancia con su voz y colaboren con la gracia divina para no recibirle en vano. No solo observen las leyes relativas a la celebración válida y lícita, sino que participen de ella consciente, activa y fructuosamente” (SC 10).

         La clave, pues, de la fe no es una doctrina, sino una Persona viva, Cristo. Vive en los cielos y se hace presente en la Iglesia por medio de los sacramentos. Unos sacramentos sin Cristo o sin Iglesia carecen de sentido. Quedan reducidos a simples celebraciones sociales.

  1. De las acciones sanadoras del Jesús terreno de Palestina a la corporalización terrena de la salvación en los sacramentos hoy

 

Los sacramentos prolongan la encarnación visible de Cristo. Son el mismo Cristo hoy con los hombres y para los hombres. Después de Emaús, el reparto del pan y la lectura del libro prolongan la humanidad de Cristo, la encarnación y corporalizan la fe. Contienen la misma y única entrega de Cristo. Hay que consentir en su ausencia física humana y corporal para saber reconocerle donde él ha determinado estar. Es por medio del pan y de la Escritura cómo se abren hoy los ojos a la fe. De este modo, los sacramentos responden a la condición humana y corporal del hombre. Son la corporalización de la salvación. Representan un lenguaje simbolizador, legible e inteligible, que todos debemos saber leer. El hombre se expresa por medio de su corporalidad. Esta corporalidad es su palabra misma. Mediante la corporalidad el hombre se sitúa en el mundo. El cuerpo es su manera de habitar en el mundo como en su casa. Por él se identifica y se diferencia. El hombre no solo tiene cuerpo: es cuerpo. Por el cuerpo se vincula con los demás habitados todos por una misma cultura. El cuerpo es hablante porque él mismo es hablado por una cultura, porque es heredero de una tradición y solidario en todo con su mundo. El cuerpo de cada uno está habitado por el sistema de valores de la comunidad, por la red simbólica de todo un sistema de comunicación del grupo de pertenencia que constituye su cuerpo social y cultural. En ese cuerpo se articulan el dentro y fuera, el yo y el  otro, la naturaleza y la cultura, la necesidad y la petición, el deseo y la palabra. Una palabra mental que quisiera decirlo todo es una ilusión. Ninguna palabra se expresa sin cuerpo, sin historia, sin lengua, sin un sistema de signos. Para encontrar el espíritu hay que aferrarse a la letra. Los sacramentos, significando cosas sublimes, están hechos de materialidad significante. No hay contacto directo sin ellos. Jesús, y después la Iglesia, han tenido en cuenta este hecho fundamental. Tratan al hombre según es y obra. La fe tiene un cuerpo, nos vincula al cuerpo. Los sacramentos nos dicen que la fe, en lo que tiene de más verdadero, se realiza en lo más banal de una historia, de una institución, de un mundo y de un cuerpo concretos. La teología de este momento prefiere el lenguaje simbólico al metafísico.

  1. La insistencia cristológica: Cristo, don de Dios al hombre y respuesta aceptadora del hombre a Dios

         La encarnación de Cristo significa que Dios ama al hombre en serio y que ya jamás se retractará porque el Hijo estará siempre con nosotros. Dios quiere estar en el hombre, ser él mismo lo mejor del hombre y para el hombre, ser lo más íntimo de él. Dios, todo lo que tiene es el Hijo y nos lo da para que vivamos en él. Pero esa increíble historia de salvación es incomprensiblemente la historia de un “NO” del hombre a Dios. Y entonces lo verdaderamente asombroso y medular de la fe cristiana es que Dios, para que su plan no pueda fallar, decide hacerse no solo don de Dios al hombre, sino también, en Cristo y por él, aceptación del hombre a Dios. Dios, en Cristo, es don de Dios al hombre y es también, en Cristo, aceptación del hombre a Dios. El Verbo se encarna y su humanidad es unida personalmente al Verbo. En Cristo, un hombre es personalmente Dios y el Verbo de Dios es personalmente hombre. Viene del Padre y retorna al Padre siempre aceptando. Lo propio del Hijo es ser Aceptación. Por eso, en el momento de su encarnación, dice: “Me has dado un cuerpo y heme aquí que vengo a cumplir tu voluntad (Hb 5,6-7). Refiriéndose a su misión dice: “¿No sabíais que tengo que estar ocupado en las cosas de mi Padre?” (Lc 2,49). Y en el momento cumbre de su pasión, se apropia del mal de los hombres, de su pecado, de su “no” como negación de Dios y de su plan y comenta Pedro: “Llevó sobre el madero nuestros pecados en su cuerpo” (I Pd 2,24). Y Pablo subraya: “A quien no conoció el pecado, Dios le hizo pecado por nosotros para que viniésemos a ser justicia de Dios en él” (2 Cor 5,21). De esta forma Cristo es “el Siervo” (Is 53), “el Amén”, “el Fiel” (Ap 3,1s), “el Sí” de Dios: “El Hijo de Dios, Cristo Jesús a quien os predicamos Silvano, Timoteo y yo, no fue sí y no: en él no hubo más que sí. Pues todas las promesas hechas por Dios han tenido su sí en él; y por eso decimos por él  “Amén” a la gloria de Dios” (2 Cor 1,19s). Cristo dijo sí en su vida y en la cruz, y lo sigue diciendo ahora en su condición gloriosa como tipo y cabeza de esa nueva humanidad que es, por fin, gracias a él, el sí del hombre a Dios. Y “mediante una sola oblación ha llevado a la perfección para siempre a los santificados” (Hbr 12-14). Ahora en la gloria sigue siendo nuestro ”Sí” y este sí es la salvación del mundo. “Por él unos y otros tenemos acceso al Padre en un mismo Espíritu” (Ef 2,18). En su “sí” todos somos y decimos “sí”. Ahora la Iglesia terrena es la prolongación histórica del Cristo celeste y, los sacramentos son el proceso de incorporación de la Iglesia a Cristo, aceptando, asintiendo, confesando. El sí de Cristo se hace, cada día, a cada hora, el sí universal de la humanidad, de la persona, de las comunidades, del universo, de la Iglesia, a la voluntad divinizadora de Dios. Sí a la verdad y bondad, a la justicia, a la concordia, a la fraternidad, al perdón y  reconciliación, al desarrollo, la igualdad y fraternidad, la cultura, el bienestar, el equilibrio económico de los pueblos, a la convivencia positiva y pacífica. Cristo es la certeza de que Dios ya no se retractará jamás, de que nos amará siempre e indefectiblemente. En Cristo, “los dones de Dios son irreversibles” (R 11,29). “Dios es fiel aunque nosotros seamos infieles” (2 Tm 2,13). “¿Quién nos separará del amor de Cristo?” (R 8,35s).

  1. La reflexión en la historia

 

a) Misterio y sacramento: de la primera antigüedad a la Edad Media

         La Iglesia ha querido desde los inicios ahondar en la presencia de Cristo y de su obra en los sacramentos. Y ha conocido un lento, largo y difícil proceso hasta poder precisar conceptualmente la naturaleza específica y el número de los sacramentos, polarizados al principio explícita y gozosamente en dos, bautismo y eucaristía. Hasta la Escolástica de la Edad Media no se precisa la definición de sacramento referida a unas determinadas celebraciones litúrgicas. “Sacramento” y “misterio” tienen un significado difuso.

Misterio se relaciona con el culto como una experiencia que sobrepasa el lenguaje vulgar, o en todo caso, según Pablo, como el acontecimiento cristológico global. El paganismo había acuñado el término mito. Pero nunca lo refiere al pensamiento místico o sacramental. En el mito no se dan sucesos históricos concretos, es algo intemporal y es, además, lo contrario de un pensamiento interiorista. Las catequesis aluden más bien al misterio cuando explican la naturaleza profunda de los gestos y milagros de Jesús como signos expresivos y eficaces. Jesús cura enfermos simplemente tocando, expulsa malos espíritus, invita o se deja invitar a banquetes, parte el pan, impone las manos, practica unciones. Las acciones de la comunidad se relacionan con estas acciones de Jesús. En la primitiva Iglesia  misterio y sacramento se entrelazan. En san Agustín son sinónimos. Designan cualquier realidad perceptible por los sentidos cuyo significado no se agota con ser aquello que se ve, sino que apunta por encima de ello a una realidad espiritual: los sacramentos de Israel, la persona y vida de Cristo, el bautismo y eucaristía. Los Padres griegos hablan frecuentemente de signo y símbolo con un trasfondo de modelo y copia: el modelo está en la imagen y la imagen está en el modelo. Hablan de la presencia de Cristo en la eucaristía como imagen, copia, semejanza, símbolo, insistiendo en una presencia real y actual. Los Padres griegos, y algunos latinos, usan una terminología figurativa: tipo, símbolo, imagen, que no siempre favorece lo real y por ello aflora un esfuerzo por concordar la inteligibilidad popular y la precisión conceptual. San Agustín habla del elemento visible, la cosa, y la palabra audible. Es en el siglo XII cuando queda fijada la definición y el número de los sacramentos tal como hoy los entienden los manuales actuales. San Bernardo todavía en 1153 habla de diez sacramentos. San Pedro Damiani habla de doce e incluye la unción de reyes. Desde los mismos inicios el bautismo y la Cena concentran toda la atención de la Iglesia universal. El Bautismo queda reflejado en las cartas de Pablo como lo reflejan magistralmente la carta a los Romanos y, posteriormente, las catequesis más primitivas, y es amplia y rigurosamente descrito en el simbolismo dominante de la inmersión y emersión en la piscina como figuración y participación en la muerte, sepultura y resurrección de Cristo. El bautismo actualiza en el bautizado la misma vida nueva resucitada del Señor. Igualmente la Cena es celebrada como comunión comunitaria y anticipación del banquete del Reino. Se tiene una misteriosa impresión y certeza de que las celebraciones de la fe contienen una presencia viva del Señor resucitado y actualizan de algún modo su muerte y resurrección presentes y actuales en la comunidad celebrante. Aparecen ya las expresiones de vasos de medicina, imagen de lo divino, copia de lo divino, causa de salvación, semejanza de gracia, imitación. Desde el inicio la atención queda concentrada en la palabra y en los elementos siempre unidos.

El término “sacramento” lo utilizaban ya los romanos en un lenguaje jurídico para designar la cantidad de dinero que las dos partes litigantes tenían que depositar “in sacro” como caución. La parte de quien perdía la causa pasaba al erario y se convertía  en una cantidad consagrada a la divinidad. En lenguaje militar sacramentum era el juramento que prestaban los reclutas al entrar en el ejército. Los soldados eran marcados. Esto pasó a la celebración de los misterios paganos y de aquí pasó a las celebraciones cristianas. Sacramentum y misterion llegaron a expresar un acto de consagración y la iniciación. Tertuliano habla de sacramentum en el bautismo como juramento por excelencia opuesto a las obligaciones de la idolatría. San Agustín llama signos a los ritos.

En el siglo XII encontramos otras precisiones. Hugo de San Víctor es el primero que nos ofrece en 1141 una definición: el sacramento consta de un elemento material visible y de una gracia espiritual invisible. Significa semejanza y la contiene por la fuerza de una consagración. Pedro Lombardo en 1160 define el sacramento como un signo de la gracia de Dios que lleva a su imagen y es causa de gracia. Toma el término de “imagen” de la Iglesia antigua y el de “causa” de la filosofía riega inaugurando el nuevo interés de la teología posterior sobre la efectividad segura del rito. Santo Tomás de Aquino habla expresamente de los ritos como causa de gracia.

El concepto de “causa” entra no sin titubeos: temen que ponga límite a la soberanía de Dios. Solo Dios da la gracia. Por eso unos hablan de la teoría del pacto: los sacramentos confieren gracia debido a la ordenación divina. A santo Tomas de Aquino no le convence del todo y habla de causalidad instrumental. No solo porque Dios lo manda, sino porque son objetivamente causa de gracia.

La distinción “ex opere operato” (la acción en sí misma) y “ex opere operantis” (la intención del celebrante) brota como afirmación de que es principalmente Dios, y no solo el hombre, el autor que actúa. Quiere evitar el peligro de un ritualismo mágico y  dar seguridad de su validez independientemente de las disposiciones del celebrante.

Santo Tomás habla de materia y forma, de los objetos y la palabra. No son separables. Designan un solo hecho completo.

La atención está tan ligada a la eficacia y validez del sacramento que la liturgia retrocede ante la imposición de temas como el de qué mínimum de palabras es necesario para que haya sacramento.

El concilio de Florencia define en 1438 que los sacramentos son siete. Que contienen la gracia y la confieren. Que constan de palabras como forma y de cosas como materia. Que el ministro es aquel que hace lo que hace la Iglesia.

El Medievo tardío es una época confusa que arrojó no poca oscuridad durante siglos. La pluralidad de misas simultaneas interfiriéndose unas a otras en diferentes altares del mismo templo, frecuentemente sin gente; la presencia de solo el sacerdote; el tema de los estipendios; la doctrina sobre los frutos de la misa: especialísimo para el sacerdote, especial para el donante de estipendio, común para el resto de la Iglesia; la adoración de la eucaristía cual si de una reliquia se tratase sustituyendo el convite comunitario; las prácticas de contacto con tintes mágicos; el comercio de las indulgencias, hicieron que la doctrina sobre la eficacia de los sacramentos ex opere operato apareciera bajo una luz diferente de como se había pensado y formulado en las escuelas. La recitación en voz baja, y en una lengua desconocida para el pueblo, la expulsión de la palabra proclamadora, contribuyeron a convertir la celebración en mera acción ritual.

b) La Protesta y Trento

         Lutero muestra escepticismo respecto al principio general de “Sacramento”: no aparece en la Biblia. Defiende el “Sola la gracia, sola la fe, sola la Escritura”. Solo admite dos sacramentos: Bautismo y Eucaristía. Duda sobre la Penitencia porque no contiene signos visibles. En realidad sería un único sacramento y tres signos sacramentales.

         Lutero niega la eficacia “ex opere operato”, o la eficacia del rito mismo, por su automatismo sacramental, que prescinde de Cristo, distancia de la fe, sin participación interna del corazón. Asegura que no es creíble que la mera realización externa produzca efecto. Acentúa la importancia de la fe personal.

         Zuinglio: los sacramentos son meros signos de reconocimiento. No “producen” gracia.

         Calvino: los sacramentos son signo de reconocimiento, pero además certificación de la piedad de Dios hacia nosotros.

         Lutero: además de signos de reconocimiento son testimonio de la voluntad divina hacia nosotros para fortalecer nuestra fe.

El Concilio de Trento define que los sacramentos son siete. Contienen la gracia que significan (contra Calvino). Defiende el ex opere operato, la eficacia del rito por sí mismo.  En orden al diálogo ecuménico conviene no olvidar que los católicos defienden también la fe y que los protestantes también hablan de eficacia de la gracia (no solo reconocimiento). La institución de Cristo se da en la cruz, resurrección, efusión del Espíritu, unción (aun cuando no haya mandato explícito).

III.           EN LAS CLAVES DE LA RENOVACIÓN

En el siglo XX se produce una gran renovación y se camina hacia una nueva comprensión de la existencia sacramental.

 

         La renovación de la liturgia produce un cambio en la misma teología. Se produce una teología más vinculada a la vivencia del tiempo como lugar teológico y en la perspectiva de la historia. Se recupera el carácter comunitario como superación de la sima entre sacerdote y pueblo. Se recupera la fuerza del simbolismo de la era apostólica y de los Padres, con preferencia al lenguaje metafísico, sobre todo en el bautismo y eucaristía. El Concilio insta que los ritos expresen mejor lo que significan. Y requiere que el pueblo cristiano comprenda mejor y participe activa, consciente y responsablemente.

         En la renovación tienen importancia decisiva el Movimiento Bíblico y el nuevo interés por el estudio de la Patrística. Como siempre, surgen Movimientos inquietos en la base, aprobados por la Iglesia, que impulsan decididamente la reforma.

         La doctrina Escolástica medieval pasa a un segundo plano.

La nueva visión de los sacramentos insiste más en las personas que en los objetos, más en la transformación de la comunidad y de las personas que en el modo mecánico de producir la gracia, más en la fuerza expresiva del símbolo que en la precisión del concepto. Queda más destacada la unidad de Cristo-Iglesia-Sacramentos: son lo mismo. Esto conlleva otra cristología, otra eclesiología, otra sacramentología, otra teología de la creación y, sobre todo, de la Palara de Dios.

En esta visión se habla de Cristo como Sacramento originario y de la Iglesia como Protosacramento. Y los sacramentos singulares son contemplados como acciones de Cristo y de la Iglesia para integrar a los receptores en el misterio de Cristo y de la Iglesia.

         Los sacramentos aparecen como corporalizaciones de la fe a) a través de los signos, b) de la palabra c) y de la representación transformante de la comunidad. Una comunidad o asamblea que celebra los sacramentos vive en fuerte trance de conversión y transformación.

a) Recuperación de los signos. Debido a la estructura del hombre como cuerpo-espíritu, Dios corporaliza la salvación por medio de gestos corporales, expresiones, que se realizan y se experimentan: un apretón de manos, un abrazo, beso, un regalo, un anillo, una invitación a comer: algo se experimenta y acontece. Hay símbolos reales que solo informan, como una señal de tráfico, los hay que realizan lo que significan. Los gestos son eficaces, pero no mágicos. Hay que concebirlos desde Dios, no desde el hombre.

b) Recuperación de la Palabra: “Cristo mismo habla”

La palabra hace presente aquello que dice. Hace lo que dice: “como la lluvia y la nieve que caen y no retornan” (Is 55,10s). Crea la realidad: “Y dijo Dios, y así fue”, “yo te lo mando”.  Nosotros hablamos obrando. La realidad fundamental de la existencia es el hombre con el hombre. No hay nada donde no existe la palabra: existimos porque nos llaman y cuando nos llaman. El profeta abre siempre futuro. Proclamar es hacer presente. La voz pasa, la palabra y su realidad permanece. “Cristo mismo habla” (SC 7). El sacramento es presencia divina que crea la realidad. El lenguaje de los enamorados es repetir.

c) La representación transformante: los sacramentos nos cristifican

Los sacramentos son, ante todo, una representación dramática que transforma a los participantes en aquello mismo que celebran. Entran a forman parte en lo que celebran, expresado en los gestos y palabras que provocan la vivencia. Hay una representación externa y celebrativa: la asamblea, los gestos, el diálogo escénico, la danza, la pantomima. Pero hay otra re-presentación interna y real que tiene una categoría fundamental en la liturgia, la “mimesis” de las catequesis mistagógicas que es la consagración, transformación, cristificación, que adquiere gran importancia en Pablo y en la teología de los Misterios. Por eso el Vaticano II recomienda: “los cristianos no asistan a este misterio de la fe como extraños y mudos espectadores (SC 48), sino “que vivan la plena y activa participación de todo el pueblo”. El fin es la vivencia intensa y real de lo que se celebra. Mal asunto es detenerse en los detalles funcionales de la celebración, en sus protagonistas. Hay que ayudar a pasar al misterio de la transformación. El bautismo es regeneración, nacimiento de lo alto. La eucaristía es comunión con el cuerpo y  sangre de Cristo.

   Los sacramentos son celebraciones de Cristo y de la Iglesia. Antes se hablaba de “administración de sacramentos”, ahora de “celebración” de los mismos. Los mismos actos de Cristo se hacen celebraciones de la Iglesia y con ellos se construye la Comunidad como cuerpo de Cristo extendido por todos, actualiza unos recuerdos anticipando el futuro para reflejar la vida nueva.

d) La Teología de los Misterios

Su propulsor más significado es el benedictino Odo Casel. Según él, en la celebración cristiana entran en juego no solo los efectos de la redención, sino el suceso mismo del Cenáculo y de la cruz que se hace actual y contemporáneo como acontecimiento, no históricamente, sino sacramentalmente, in mysterio, para ser re-vivido por la comunidad.

Se recupera la práctica bautismal primitiva como dramatización de la muerte y resurrección de Cristo por la inmersión-emersión de la piscina. Se recupera la teología eclesial paulina de la Cena centrada en la asamblea como cuerpo místico de Cristo que pone en primer plano el sentido del agapé, de la gratuidad radical de la cruz y del Cenáculo, por tanto, del invitar y compartir. El signo eficaz ya no se centra solo en los signos materiales, sino en la comunidad misma que revive más explícitamente la esencia del sacramento: la Eucaristía no solo hace el cuerpo, nos hace el cuerpo de Cristo. No es solo consagración de elementos, sino de la comunidad. El pueblo participa, celebra, se transforma, en primer plano. Y vive y  revive, como asamblea celebrante, el trance de su propia transformación sacramental.

IV. RENOVAR LAS PERSONAS, NO SOLO LAS INSTITUCIONES

Cristo es principio y fin. Es todo el contenido de  la fe. Es Mediador siempre en acto y “esperanza de gloria” Col 1,27). “Sin él no podemos hacer nada” (Jn 15,5). Ni decir Jesús. Si esto es así hay que confesar con humildad que en la comunidad cristiana, en sus devociones, no siempre sabemos qué es lo que debemos hacer con Cristo. El olvido de Cristo y la ausencia del Espíritu se paga con el olvido de la misma fe y con la indiferencia. Un cristianismo sin Cristo es contradicción suma. Hemos globalizado la superficialidad. Estamos eclesialmente distraídos, tanto más cuando aparecemos incluso muy activos. No es la Institución primero lo que debemos reformar, las personas. Y solo el Espíritu puede hacerlo. La vida no la engendra lo funcional, sino lo espiritual. Para aprender el futuro hay que desaprender  el pasado. Hay que plantear una nueva edificación con materiales distintos. Es irreal concebir unos sacramentos sin Cristo precisamente porque los sacramentos son Cristo. Sin Cristo los sacramentos no existen. Ni existe la Iglesia. Son él actuando, él como lo actuado, son la vida en Cristo. Son acciones personales de Cristo y la gracia es la relación personal con él. Sin Cristo el pan es solo pan, el vino es solo vino y el agua es solo agua. Lo peor que se puede hacer es que al hablar de sacramentos sólo hablemos de “sacramentos” sin referencia a Cristo y a la iglesia. Hay que atreverse a ser cristianos sin óxido.

Juan Pablo pidió una nueva evangelización: “El desafío es tan radical que se necesita plantear la evangelización en términos totalmente nuevos” (1985, A los Obispos Europeos). Francisco, afirmando que “la Iglesia no crece por proselitismo, sino por atracción” (EG 14), dice que “hace falta pasar de una pastoral de mera conservación a una pastoral decididamente misionera” (15). Esto pide claramente el fin de una época en la que los cristianos no hemos sabido qué hacer de la doxología, de la estructura y armazón de la fe en la que todo viene del Padre por el Hijo en el Espíritu y todo retorna al Padre por medio del Hijo en el Espíritu. Sin esto la Iglesia es un edificio sin estructura.

No es indistinto orar al Padre o al Hijo. La misa entera es la oración de Cristo al Padre, a la que agrega a la Iglesia. El problema es que hay liturgias sin Cristo, que viven la cultura de la fe, pero no tanto la fe. Y comer la cáscara desechando el fruto no tiene sentido. Es lamentable cierta tranquilidad que nos envuelve: nos demuestra que es posible trabajar por Dios y negarlo, trabajar por la Iglesia y diluirla. No se puede trabajar solo desde la funcionalidad, sino desde la vivencia verdadera, desde el Espíritu y la verdad, El Espíritu es quien da la vida, la carne, la razón y la rutina,  no aprovechan para nada. Hay que ser audaces para obedecer al Espíritu. Educar es enseñar a vivir. Solo el fuego enciende el fuego. Solo la vida alumbra vida. Quien se engaña, engaña. Hay cosas tan falsas que para aprenderlas hay que desaprender el pasado. Vivimos una libertad cautiva. No hay crisis de fe, sino de “esta” fe. La gran reforma que la Iglesia precisa es que hay que hacer más explícita la doxología, la estructura verdadera  real de la misma. Hay que abandonar las interpretaciones y asumir el original. No podemos callar ante el deterioro de la fe. Somos muy sensibles al mal físico y económico de los hombres y no lo somos tanto cuando se trata de la verdadera renovación evangélica y espiritual. Hay que ser más sensibles al dialogo esencial, el de las reformas importantes.

V. UNA SÍNTESIS SINFÓNICA

Concluimos con una serie de afirmaciones en forma de flases.

En los sacramentos está Cristo mismo, el hoy Viviente, como autor, y su obra de redención. Está como autor, actor y como contenido o finalidad absoluta. Los sacramentos son él y su obra entera que nos la ofrece él mismo para ser participada. Está él mismo realizando su obra de redención, amando, pero está en misterio: como un pasado que se hace presente anticipando el futuro. O como el futuro que se actualiza sobre la base del pasado.

Están no solo los efectos de su redención, sino el suceso mismo de la cruz como acontecimiento vivo y actual. Es el Cristo hoy viviente mostrando su cuerpo entregado y su sangre derramada.

La muerte de Cristo, ocurrida de una vez para siempre en una determinada hora histórica e irrepetible, es presentada simbólicamente en los sacramentos, pero no en un símbolo vacío, sino en una imagen llena de la realidad misma. No es recuerdo o representación mental o moral, es actualización de la misma obra redentora y no solo de sus resultados. No se actualiza del mismo modo que aconteció cruentamente el suceso histórico de la cruz: ahora es incruento y no es histórico, sino sacramental. Vuelve a hacerse presente pero no a realizarse de nuevo. No es renovación, sino representación. No se actualizan solo los actos de amor o entrega real (¡ya sería suficiente!), sino la muerte misma pero no en su trascurso histórico, sino sacramental. Hay un modo histórico y otro sacramental. La muerte no es sacada del pasado y traída hasta el presente. El ser misterio es algo supratemporal y suprahistórico. Se actualiza no solo la muerte sino toda la obra salvadora. Somos bautizados para participar en su misma muerte y resurrección (R 6,11). Comulgamos con el pan y vino y nos ponemos en comunión con el mismo cuerpo entregado y sangre derramada por él (I Cor 10,16).

En las eucaristías del año litúrgico conmemoramos los misterios de la vida de Cristo no como recuerdos del pasado, sino como realidad viva que acontece por nosotros, para nosotros y en nosotros. No son mera memoria, sino misterio y realización. Hoy y ahora somos concrucificados, conmuertos, corresucitados, nos sentamos ya con Cristo en los cielos, correinamos con él. Las fiestas de la liturgia son realizaciones vivas en nosotros. La vida de Cristo se graba a lo vivo en su cuerpo místico que somos nosotros. Lo que ocurrió en él ahora ocurre en nosotros. Él es el cuño o marca permanente que nos configura con él.

En los sacramentos Cristo mismo habla. La palabra de Dios se hace viva y contemporánea. No acontece “en aquel tiempo”, sino hoy. Junto a un sentido literal pasado hay un sentido pleno, espiritual que nos afecta hoy a nosotros. Dios es Dios de vivos, no de muertos y Dios sigue hablando. Su palabra no es un depósito muerto. Es proclamada viva en el presente. Y como dice el Concilio “hoy Cristo mismo habla”. Los sacramentos nacieron de la palabra de Dios y siguen en dependencia esencial de la misma.  Palabra de Dios y sacramento siempre existen unidos. La palabra revela lo que el sacramento oculta. Lo que el sacramento contiene la palabra lo proclama. Comulgamos con el pan comulgando con la palabra. No hay manducación sacramental del pan donde no hay manducación espiritual de la palabra. Comulgamos con el pan asimilando el evangelio concreto del día. Lo que come es la fe, no la boca. “El Espíritu es el que sirve, la carne no sirve para nada”. (Jn 6,63).

Los sacramentos se realizan, además, en un contexto de alta moral evangélica. Son testimonio de la verdad. Todo símbolo nos dice que hay una verdad más real que lo que simplemente se ve. Celebrar la eucaristía es decir la verdad, hacer la verdad, ser verdad. No todo es eucaristizable. No lo es la reconversión de la eucaristía en un simple acto de piedad. La Eucaristía es “celebrar” la verdad, la máxima verdad de las cosas, de las personas, de las situaciones. Mentir es crucificar al Señor y decir verdad es conmorir y resucitar con él.

Vivir la eucaristía es construir un mundo mejor. Es amar hasta el límite para que el mundo viva. La eucaristía es, y no puede dejar de ser, siempre y en todo, curar, sanar, liberar. Cristo instituyó los sacramentos para ser y esta él mismo en ellos. Si no estamos todavía enamorados, es porque no los conocemos.

   Zaragoza 18 de octubre de 2016

 

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