(Lección Inaugural del Curso 2012/2013 del Instituto Diocesano de Teología para Seglares de Zaragoza). 

Algo importante quiere el Espíritu de nosotros cuando en este momento se hacen provocativamente perceptibles no pocos signos inequívocos de su llamada. El Papa Benedicto XVI ha proclamado para la Iglesia el “Año de la Fe”. El Sínodo de los Obispos, en su XIII Asamblea General Ordinaria, está abordando el tema de “La Nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana”. Estamos celebrando el 50 aniversario del Concilio Vaticano II y el 20 de la publicación del Catecismo Católico que tuvieron como objetivo pastoral la revitalización de la fe del pueblo. El tema de la fe está siendo replanteado por numerosas conferencias episcopales del mundo y por muchas comunidades cristianas como objeto preferencial de una pastoral urgente. Nuestra Diócesis se ha propuesto un Plan Trienal de Pastoral en el que han participado centenares de seglares. Hablaremos mucho de los defectos de la Iglesia. Pero es posible que os extrañe mi afirmación: Nuestra Iglesia está viviendo hoy no pocos aspectos positivos como acaso no los ha conocido en etapas anteriores de su historia. Quien conozca a fondo la historia verá la razón. Por ejemplo, en 1778 Zaragoza tenía 40.000 h. En la Ciudad había 45 conventos, cada uno con comunidades entre 50 o 100 personas. La Catedral empleaba a más de 245 personas. El 3.2% de la riqueza estaba en el clero. El 61,70% de edificios urbanos y el 50% de las tierras pertenecían a la Iglesia: Diócesis, Parroquias y conventos. La vida ordinaria de la Iglesia, de fe heredada y calmada, estaba entonces muy centrada en un devocionalismo popular heredado, muy rutinario, y en la administración de rentas. Sólo pasaba que apenas pasaba nada. Hoy centenares de seglares viven un compromiso activo y responsable en la pastoral de la catequesis, de los catecumenados, de la liturgia, de Cáritas, de gran variedad de movimientos apostólicos, de movimientos sociales y de compromiso social, en la pastoral prematrimonial y familiar, o penitenciaria, o en favor de niños, de jóvenes y ancianos, de la enseñanza religiosa, hay mujeres catedráticas en universidades eclesiásticas, y podríamos continuar con una lista de realidades ni siquiera imaginadas en el pasado. (Vicaría I, 350 agentes de 11 áreas, programando).

LA FE, UN PROBLEMA SIEMPRE VIVO

La fe, o la increencia, vive en este momento histórico un período tenso e interesante prácticamente en todo el mundo. Nuestro mundo está inmerso en un ambiente cultural preñado de ecos y resonancias, todavía muy persistentes, que provocó la explosión del siglo de las luces, que pretendió sustituir la certeza de Dios por la de la razón en la filosofía, en la política y en la cultura del pueblo. Actualmente pululan grupos muy agresivos que postulan una sociedad ya no sólo laica, sino atea, dirigidos por ideólogos, filósofos, científicos, gobernantes, que apelan en gran forma al exhibicionismo mediático y que venden mucho, bien en artículos y libros de gran difusión (id al Corte Inglés a las mesas de entrada), bien en entrevistas de televisión y otros medios. Frente a estos hechos innegables hay muchos que opinan que la fe cristiana vive hoy un momento de gran importancia debido a la actitud de muchos cristianos que, a la luz del Vaticano II, están abriendo portillos de esperanza en el corazón mismo del mundo moderno y se están haciendo presentes, como creyentes, en los más graves problemas y necesidades de los hombres de hoy. Este impulso nuevo se abre paso con cierta facilidad en sectores afectados por la experiencia del vacío y desencanto que ha provocado el incumplimiento de las promesas hechas por la corriente de la modernidad. Hoy son ya muchos los que están dando razón de la esperanza cristiana en los nuevos escenarios donde tiene lugar la vida moderna y su compleja organización: la sociedad civil, el mundo de la ciencia, el de la investigación biológica, la economía, la política, el mundo del trabajo, el de los medios. La respuesta de fe hoy de las organizaciones caritativas de la Iglesia a la crisis actual es valiosa y significativa. La fe vive hoy momentos esperanzadores debido al valiente discernimiento que hacen muchas personas y comunidades entre lo que es fe o es más bien cultura arcaica de la fe.

CREER, UN SENTIMIENTO ESTRUCTURANTE

Hablemos de la fe. El hombre nace para creer. Un cierto germen de la fe se halla en el hondón de todo ser vivo ya cuando nace, si bien la fe verdadera, en su estrato profundo, siempre es don de Dios que vive y permanece en lo profundo de la conciencia del hombre. El hombre es un ser radicalmente abierto. Su primera experiencia es la de necesitar. Busca seguridad. Y no de algo, sino de alguien. Cuando nace la razón, el hombre se encuentra ya creyendo a sus padres y allegados, a todo su entorno familiar y social. El niño que no se acoge a las caricias de los adultos, no se sentirá seguro en su vida adulta. Sin fe la vida es imposible. Necesitar, confiar y esperar es, en la historia de la humanidad, la experiencia original del hombre. Y en todo ello, primero creemos y después entendemos. Creer responde al sentimiento más profundo del hombre que necesita saberse entendido, acogido y amado.

Si nosotros, los cristianos, nos atenemos a lo más original y determinante de nuestra fe en la Revelación, incluso antes de los avatares de la fe negada y conceptualmente definida, nos encontraremos que creer, tener “fe”, aceptar al Otro como apoyo y seguridad, como confianza límite, constituye el eje del sentido y de la identidad. Y esto representa sin duda lo más positivo y bienhechor de nuestra vida. El término “fe” posee una serie de derivados, correlaciones e implicaciones que afectan a lo más fundamental y trascendente de la existencia. Los franceses lo tienen claro. Del término “foi” vienen “fiancée, prometido, y “fiançailles”, desposorios. De la fe nacen como sinónimos, similares y derivados, las expresiones más bellas que los humanos de todos los tiempos y culturas utilizamos para referirnos a los sentimientos de relación, esperanza, alegría y felicidad. Confiar, “ser de fiar”, ser creíble, tener crédito, acreditar, son expresiones relacionadas con el sentido más profundo de la vida y de la convivencia. Desacreditar a uno es negarle la razón de su misma existencia. Es una afirmación muy bella cuando oímos decir de alguien que es persona que cree lo que dice o que vive lo que cree.

La fe hace referencia esencial al sentido de la vida, a lo que la antigua filosofía designaba como “la finalidad de la vida”, o con lo que Heidegger llama “el sentido del Ser”, o Sheiermacher describe como “el valor de la vida”. Cuando Nietzsche dice “que la vida es un sinsentido” o que “nada tiene sentido”, excepto el aburrido retorno de las cosas, está arrastrando a la humanidad al vacío más desolador, al océano plenamente agotado, a un horizonte borrado, a la nada sin fondo, a una tierra desenganchada del sol. Cuando ya no se es capaz de poder creer en nada ni en nadie, está aconteciendo una gran desgracia: se desconoce la fe. La fe tiene muchísimo que ver con la esperanza dichosa, o con la identidad profunda, o con la experiencia feliz de la libertad como máxima riqueza de la persona, o con aquello que promete, como bienaventuranza y alegría sin fin, el tema paradisíaco del destino último. La fe está plenamente significada cuando hablamos de la verdad última, o de la bondad plena, o de la belleza que nos transporta. La fe está presente y determinante en las necesidades y deseos de lo que los hombres tenemos como lo más alto y real: los sueños de dicha y felicidad, lo que todos esperamos, imaginamos y deseamos, aquello que en nuestra vida es, en cierto sentido, más real que lo real, donde nos cobijamos cuando todo falla. Lo que buscamos en el arte, la música, la experiencia profunda de la belleza, la literatura, la mística.

La fe no es atadura o servidumbre. Es expansión y riqueza. Se apoya en lo que está más allá de lo imaginable y de lo sorprendente: el don de sí de Dios, o Dios como Entrega real, histórica, total. Es un Dios que se ofrece al hombre no como omnipotencia y poder cegador, sino como pasión amorosa por el hombre. La fe es dejarse fascinar por este impresionante Exceso de Dios y creer en él.

DIOS NO ANULA AL HOMBRE: CREA SU ALTERIDAD COMO FUNDAMENTO PARA LA FE

Dios es un Infinito que no abrasa al hombre. Si es todopoderoso lo es como él lo entiende, utilizando su omnipotencia no para ejercer el poder, sino para hacerse débil y amante ante nosotros. El amor obstinado al pecador, el abrazo al hijo perdido, es la imagen más divina de Dios. La colecta de la misa del domingo ordinario 26 hace una afirmación sorprendente. El latín le da una expresividad que la traducción ha amortiguado. Dice: “Oh Dios que manifiestas tu omnipotencia, -la traducción dice “tu poder”- sobre todo perdonando y teniendo misericordia”. Dios ha usado su omnipotencia para expresar la debilidad. Para anonadarse y vaciarse. Nosotros necesitamos más poder para callar que para enfadarnos. ¡Qué fácil es poder y qué difícil es callar! Tan sólo ya la continencia de la lengua representa una madurez sobrehumana. Dios ha utilizado la pedagogía de lo más débil, y esto es admirable. La omnipotencia de Dios es su misericordia con el hombre. Dios se ha vaciado de sus prerrogativas para no vivirlas contra el hombre. Dios, que defiende siempre al hombre frente a Caín, el fratricida, no se defiende nunca contra el hombre cuando éste se hace deicida, cuando se hace verdugo del Ungido de Dios. Por el hombre se ha dejado atacar y se ha entregado libremente. El verdadero sentido de la afirmación de Dios está en que nos ha dado paso a nosotros mismos. La grandeza de Dios se ha manifestado en el estricto respeto a la libertad del hombre. Dios se nos ha hecho más cercano haciéndonos libres y creándonos “otro”. Dios se expresa más como Dios cuanto más nos respeta como verdaderamente “otros”. Por voluntad divina nuestra alteridad es el factor constitutivo de nuestra identidad. Digo esto porque sin la alteridad no sería posible la fe. Gracias a Dios yo soy “otro” para él y para los otros. Si yo no fuera otro, no existiría la gratuidad. Sin el otro es inviable la esponsalidad, la condición dichosa normal del hombre en la tierra. No amar, o amar menos, es una especie de suicidio. Sin el otro no podríamos en serio ser felices. Nada se construye solo. Nacemos, existimos y vivimos por los otros. Nadie existe a solas. El hombre no puede decir su nombre, o yo, sin pedir limosna. Nos han dado un nombre para que otros nos llamen. La vida la hace la gratuidad. Y en la gratuidad está siempre el otro. Dios vive su relación con nosotros en la forma de Don radical e irreversible de sí, como suplencia a aquello que “solo es debido”. El hombre es libre por donación de Dios. Tiene el infinito como horizonte. El Don no está precedido por una razón. No tiene un por qué. La libertad comienza en el don. La fe no está precedida de la razón porque de lo contrario ya no sería fe. No existe una fundación real de la razón, ni una fundación real de la libertad. ¿Puede fundarse aquello que funda? De la misma forma que en Dios hay un Padre sin comienzo, sin un por qué, la vida del hombre es absolutamente gratuita, es puro don. Si no, no se comprendería la libertad. Dios es nuestro dichoso Exceso. Por algo es Padre. Yo no soy, no seré sólo aquello que yo hago de mí, sino aquello que construyo en mi propia vida sobre el don de los otros, sobre todo, el don de Dios.

UNA ALTERIDAD PARA LA ENTREGA: SÓLO EXISTIMOS COMO DON

La fe es respuesta a la gratuidad de Dios y es ella misma un impulso de gratuidad, que el Espíritu suscita, en el que reconocemos que todo lo que somos y vivimos, lo vivimos como Don de Dios. La fe es acoger el Don y darnos al Don. Una sensibilidad predominante de que la fe equivale a hacer sólo lo debido, no es tan prioritaria y fuerte en la revelación como la iluminación de que es en la más absoluta gratuidad donde Dios y el hombre se encuentran. Dios es don y el hombre ha de hacer de su vida contradón. Somos seres visitados por “la Luz que viene de lo Alto”, y la fe es creer que Dios “ha hecho en mí maravillas”. Esta gratuidad, que es irreductible, supone la libertad auténtica y plena. Sin libertad no hay gracia. Pues la gracia es caerse en gracia y consentir en ello. El hombre es un ser que es libre. Dios ha creado al hombre libre y es aquí donde radica la grandeza de Dios. La libertad es ya gratuidad, don el más precioso, en un orden total, ontológico, metafísico, antropológico. La libertad le pertenece al hombre por creación divina y Dios se la regala para que pueda ejercer su vocación: “”Vosotros habéis sido llamados a la libertad” (Gal 5,13). La libertad se da siempre en función de una misión que presupone la fe: acoger y hacer posible, de hecho, el mismo designio de amor de Dios. Dios ha asociado al hombre a un designio que le supera: el hombre debe estar sobrepasándose siempre a sí mismo con el infinito como horizonte. Dios le crea para una reciprocidad esponsal. Y Dios no es un faquir o un hechicero que está siempre entrometiéndose en la vida del hombre mediante su omnipresencia y omnipotencia. No hace del hombre una marioneta que la conduce y determina a cada paso. Dios crea la libertad del hombre para respetarla. Dios no siempre se hace visible en la vida del hombre. La fe es luminosa y es oscura también. El hombre es un enigma para sí y para los otros, y si leemos la Biblia, me atrevería a decir que también para Dios. Porque es el hombre quien, para creer, debe hacer el ejercicio de su libertad. Dios no acapara al hombre. No le bloquea. Deja que el hombre se manifieste él mismo en su irreductibilidad. Debido a la voluntad de Dios, yo soy otro para él y otro para los otros. Dios es Dios dándonos acceso a nosotros mismos. El sujeto, la subjetividad, la interioridad del corazón, la libertad, la voluntad del hombre son cosas muy serias para Dios. Dios está, pero respetuoso, en el interior de la libertad del hombre. Y quiere que su libertad sea plena: serena, deleitosa, apasionada, llena de alegría y de afecto. Es Dios quien nos ha dado ser libres. Éste es el secreto y gracia de la libertad. Representa un verdadero “toque” maravilloso de Dios. Y es la fe lo que capacita al hombre para acoger a Dios en esta máxima cercanía. Dios nos da la fe para que podamos penetrar en su terreno. Ese Dios que se hace infinitamente cercano pide también una respuesta de máxima cercanía. Y en esto consiste la fe. Algo que nadie puede hacer por mí. Porque Dios ama y respeta mi libertad. Y la quiere. E impide a todos que la malogren o la manipulen. Nadie puede creer por mí, como nadie puede ser esposo o esposa por otro. Soy yo quien tiene que responder esponsalmente, haciéndome Don y entrega irrenunciablemente personal. Nuestro Dios es un Dios inmensamente cercano. Nuestro gran problema no es creer en Dios, sino creer en el amor de Dios. Sería inviable contentarse con un Dios en diferido, con un Dios imagen o representación. Dios quiere hacerse palpar en directo, que hagamos explícita su presencia amorosa, para que hagamos explícita su presencia esponsal en nosotros.

Gratuidad, alteridad, libertad, Entrega y Don de sí: he ahí los componentes más gozosos de la fe. Los que nos llevan a la patria de la identidad. Para comprometerlos en Cristo no puedo esperar a que nadie me autorice, o me hable de caminos insospechados. El sujeto, la subjetividad, la libertad, la voluntad son cosas muy serias para Dios. La libertad es responder con amor al amor. La fe se apoya en el don maravilloso y maravillante de un Dios que no se ofrece al hombre como omnipotencia y poder cegador, sino como amor serio. Es Omnipotente, pero a su manera, no a la manera nuestra. Nuestro Dios es el Dios de la persuasión. Respeta al otro. No hay gratuidad donde no hay libertad. Dios me ha dado la existencia no porque yo he llamado a las puertas de la misma. La existencia me ha sido dada. Para ejercer la gratuidad.

Amigos: nadie llama en una puerta para detenerse en ella. Lo que he dicho, sólo es la puerta. Hay que entrar dentro, donde se produce el suceso supremo de la intimidad, de las nupcias. Ojalá un día todos oigamos la bienaventuranza de Isabel: Dichoso tú, dichosa tú porque has creído.

                                                                 Francisco Martínez