El concepto de preexistencia es una consecuencia obligada de una cristología que descansa en la conexión entre creación y plenitud, en la unidad de pasado, presente y futuro, en la fidelidad de Dios a sus promesas y en la victoria definitiva del amor sobre la muerte. En el cuarto evangelio, se decide si y cómo una cristología «desde arriba» puede expresarse narrativamente sin convertirse en un mito.
1. Preexistencia y encarnación
La fe en la preexistencia y encarnación de Jesús, el hijo de Dios, no es un invento tardío de la teología, sino una pronta confesión de la iglesia primitiva (2 Co 8,9; Fil 2,6-11). No se había extendido por todas partes, pero ya antes de Pablo era tan conocida en las comunidades de Asia Menor, Grecia e Italia, que el apóstol pudo contar y argumentar con ella (Gal 4, 4ss; Rm 8,1ss). Las fuentes tradicionales de la cristología de la preexistencia se hallan en la teología sapiencial de Israel, que habla de la preexistencia, de la mediación creadora, de la revelación histórico salvífica y de rechazo y el presente oculto de la sabiduría (Prov 8s; Sir 24; Bar 3,9-4,4; Sap 7ss). La reflexión sobre el sentido de la misión de Jesús, sobre la unidad de persona y obra, sobre los presupuestos y las consecuencias de su muerte salvífica y de su resurrección (1 Co 15, 3-5) llevaron a los primeros cristianos a la fe en la filiación divina de Jesús antes de todos los tiempos. Con la teología de la preexistencia se expresa ante todo que Jesús no tuvo que ganar con esfuerzo su filiación divina sino que ya lo era antes de todo comienzo porque Dios es por esencia el padre de Jesús; y con ello también se explica que la buena nueva de Jesús corresponde a un plan de Dios eterno, no reversible y para toda la eternidad.
Ahora bien, ¿cómo puede expresarse la integridad de la humanidad de Jesús en términos de la cristología de la preexistencia? ¿No seguirá existiendo en la comprensión y presentación de la historia de Jesús un resto de omnisciencia, de omnipotencia y dominio divinos, que haría de la vida y la muerte de Jesús un representación santa, pero no una verdadera historia de vida y sufrimiento? Desde el principio, los himnos del NT buscan palabras que expresen sin reservas la realidad de la encarnación. Y así, se habla de vaciamiento y anonadamiento (Flp 2,6-9), de la pobreza de Jesús (2 Co 8,9), del envío de Jesús en forma de carne (Rm 8, 3), del nacimiento de mujer (Gal 4,4), de participación de la carne y de la sangre (Hb 2,14), de que fue probado en todo igual que nosotros (Hb 4,15) y de que con el sufrimiento aprendió la obediencia (Hb 5,8).
Queda la pregunta de si y cómo, en términos de la preexistencia, la historia de Jesús puede ser narrada como historia del hijo de Dios hecho hombre. La respuesta sólo puede venir del evangelio de Juan, el único que defiende una cristología de preexistencia (1, 1-18.30; 8,58). Este principio condujo a la gnosis a leer este evangelio en forma doceta y en los tiempos modernos se ha defendido la tesis de que el Jesús joánico es un “Dios que se pasea sobre la tierra”. La reserva ante la cristología del cuarto evangelio está muy difundida: le falta base histórica y no enraíza en la historia de Jesús. Pero el evangelio de Juan es el texto clave del desarrollo dogmático de la cristología que supo conciliar la eterna filiación divina de Jesús con su auténtica humanidad contra el docetismo. Hoy, el evangelio de Juan, como narración de la historia de Jesús y cierre de la tradición canónica sobre Jesús, reclama una nueva atención de la exégesis.
2. El prólogo en el cielo –y sobre la tierra
A diferencia de los sinópticos, Juan comienza con un prólogo (1,1-18). Utiliza un antiguo himno al Logos-Cristo que habla ya de preexistencia, de mediación creadora, de revelación salvífica y de encarnación, del rechazo culpable y la aceptación salvadora de la palabra de Dios anunciada por Jesucristo. Remite al Bautista (1,6-8.15), el primero en anunciar tanto la preexistencia como la muerte vicaria del hijo de Dios (Jn 1,29-34; cfr. 3,22-36). Pero sobre todo el evangelista retoma las afirmaciones del himno para poner de manifiesto desde el principio en qué señales ha tenido lugar la historia de Jesús y en qué perspectivas puede contemplarse.
Jn 1, 1-18 es un metatexto hermenéutico cristológico de todo el evangelio. Clarifica en primer lugar la comprensión joánica de la preexistencia de Jesús. A los evangelistas les interesa sobre todo el aspecto teológico revelatorio: si Jesús no hubiese sido desde el principio hijo de Dios, su historia sería un episodio –aunque importante– en la historia de Dios con su pueblo y con todo el mundo, pero no hubiese tenido la dimensión escatológica, universal y cósmica que debe tener si ha de proporcionar salvación definitiva, vida eterna (cfr. 5,26) y la plenitud completa de la gracia (cfr. 10,10) en la participación en el amor entre el Padre y el Hijo (cfr. 17,20-26). De Dios sólo puede hablar auténticamente el que le ha visto desde el principio y le sigue viendo en esta relación primera e indestructible (cfr. 5,19); y esto sólo vale para el hijo único del Padre único, que desde el principio estaba junto a Dios, el Padre, y que en la unidad relacional con el Padre (cfr. 10,30) también puede ser llamado Dios (1,18; cfr. 20,28).
El prólogo también explica el contexto y la comprensión exacta de la encarnación de Jesús, al poner de relieve a la vez la firmeza de la encarnación y la gloria de aquel que revela el amor de Dios (1,14). El prólogo tiene lugar no sólo en el cielo, sino también en la tierra: analiza la acción de Dios y la reacción del hombre, y la reacción de Dios ante la del hombre. Al final aclara por qué encarnación y pascua son necesarios salvíficamente.
El prólogo empieza con una recapitulación cristológica del Génesis (1,1-4): la creación es “buena” y la razón más honda de esto está en la mediación creadora del Logos, porque gracias a ella se hace patente que –y cómo– la creación corresponde a la divinidad de Dios. Continúa con una recapitulación de la historia de la revelación de Dios con su pueblo Israel (1,5-13). La reacción de los israelitas está dividida: mientras la mayoría rechaza a aquel que llega a su propiedad (como rechazarán a Jesús), hay algunos que aceptan la palabra de Dios, con lo que reciben el derecho a devenir hijos de Dios. Acaba con la respuesta de Dios tanto al rechazo como a la aceptación proléptica de la palabra de Dios, y esta respuesta es la encarnación del Logos, que ni obedece a la necesidad ni corresponde a la bondad: es y seguirá siendo un acto libre de Dios, como la creación y la revelación en la historia. Se hace “carne” la misma y única palabra de Dios por la que el mundo es creado y a cuya luz hay vida; pero sólo este hacerse carne posibilita la revelación definitiva de toda gracia y verdad en el mundo (1,14.16), de la que depende la salvación completa. Pues sólo la encarnación crea la presencia histórica de la gracia y verdad de Dios in persona (14,6) y con ello la contemplación de su gloria salvadora.
Que el Logos se haya hecho carne expresa a la manera joánica la radicalidad de la encarnación. “Carne” es el hombre bajo el aspecto de su finitud, de su vulnerabilidad y contingencia, en definitiva, de su mortalidad (cfr. 1,13; 3,6; 6,63; 8,15; 17,2). Que se haya hecho carne apunta a la historicidad (cfr. 1 Jn 4,2; 2 Jn 7) y al mismo tiempo a la autenticidad de este acontecimiento epocal. Al decir no sólo que ha tomado cuerpo, sino que se ha hecho carne, se anuncia ya toda su historia hasta su muerte. Desde 1,14 encarnación y pascua forman un conjunto.
Por haberse hecho hombre, en Jesús, el hijo eterno de Dios, la gloria de Dios ha aparecido en medio del mundo de los seres humanos. La gloria de Jesús es la del preexistente (12,41; 17,5) y el exaltado (7,39; 12,16.23; 17,5), gloria que también se manifiesta en los milagros (11,4) y en la muerte (13,31s) del terrenal. Es la gloria de Jesucristo junto al Padre (1,14), es decir, en su relación con él. La gloria de Jesús es la gloria de Dios, el Padre, que es comunicada al Hijo. Para Juan la gloria de Dios es sobre todo la luz de su amor al mundo, el brillo de su verdad, la fuerza de su liberación.
De ahí que encarnación y gloria de Jesús se refuercen mutuamente. La encarnación no lleva a la pérdida de la gloria sino a la irradiación de la gloria de Dios en la vida y muerte de Jesús. Y esto se muestra en que Jesús no busca su propia gloria, sino la de Dios Padre (7,40; 8,50.54); pues la revelación de la gloria está desde el principio en el signo de la cruz. Jesús sólo puede hacer visible la gloria de Dios sobre la tierra porque ha vivido como hombre entre los hombres; pues éste no es tan sólo el presupuesto para que él pueda revelar a Dios a través de su vida y de su muerte; la encarnación misma es el acontecimiento escatológico del amor de Dios para salvación del mundo, y en esto consiste su gloria. Y viceversa, sólo se puede hablar del hacerse hombre de aquel que antes de los tiempos participaba plenamente de la gloria de Dios (17,5) y cuya pascua como consecuencia de la encarnación significa tránsito hacia Dios (13,1s.) y glorificación por parte de Dios (12,23-28;13,31). La crucifixión es ya la exaltación (3,14s; 8,28; 12,32) porque sella la unidad entre el Padre y el Hijo y revela la magnitud del amor de Dios al mundo. La exaltación no añade nada a la gloria de Dios, sino que hace que Jesús vuelva a aquella gloria que él tenía junto a Dios antes de que el mundo existiera (17,5).
En el conjunto teológico que forman 14a y 14 b (hacerse carne y epifanía de la gloria de Dios en Jesús) se halla la clave hermenéutica de la cristología del evangelio de Juan.
3. “…y la palabra se hizo carne…” (Jn 1,14a)
Juan tiene su forma propia de acentuar la humanidad de Jesús. El Jesús de Juan actúa con más distancia y trascendencia que el Jesús de los sinópticos. Juan no habla de tentaciones, la compasión en los milagros no es un motivo joánico; Jesús habla y actúa, vive y muere sabiendo que es “uno” con el Padre (10,30), lo cual ha llevado a la impresión de que Jesús actúa como si fuese un hombre, pero no en cuanto que es un hombre.
Esta impresión engaña. Jesús lava los pies a sus discípulos, no simbólica, sino realmente (13,1-20). Que Jesús tiene madre y hermanos lo menciona Juan y no lo ve en contradicción con la encarnación. Sólo en Jn se dice que tenía un amigo (Lázaro; 11,3.11) o que sus discípulos fueron amigos suyos (15, 13ss). Las emociones de Jesús se perfilan más en Juan que en los sinópticos: siente una sacudida interior y llora en la muerte de Lázaro (11,33-36); se estremece ante el sufrimiento que le espera (12,27) y cuando profetiza la traición de Judas (13,21). El “celo” que le devora por la casa de Dios le lleva a su espectacular acción en el templo (2,13-22). Juan acentúa las emociones de Jesús para resaltar su pro-existencia y su teocentrismo, es decir, su efectividad salvífica escatológica.
Un momento esencial es la insistencia con que Juan acentúa que Jesús es judío. Juan escenifica un acto irónico acerca del nacimiento mesiánico de Jesús en Belén y su irrupción mesiánica desde Nazaret (7, 40ss.52; cfr. 4,42), de donde al parecer no puede salir nada bueno (1,46). Hablando con la samaritana en el pozo de Jacob se presenta como un judío que, como tal (4,22), es el “salvador del mundo” (4,42). En la pasión, sufre y muere, identificado como judío por el pueblo cuyos sumos sacerdotes le llevan a la muerte (19,35; cfr. 11,47-52). Juan, más que los sinópticos, acentúa el “rey de los judíos” (18,33.39; 19,3.12) escrito según su relato en hebreo, latín y griego en lo alto de la cruz (19,19s). Juan acentúa que Jesús es judío no sólo para subrayar un rasgo esencial de su historia amenazado de caer en el olvido a finales del siglo I, sino también para acentuar la unidad de la revelación: si el prólogo trata de la obra del logos asarkos en el pueblo de Israel, el cuerpo del evangelio trata de la obra de Jesús como judío. Toda la perspectiva es teocéntrica: el Dios que por Moisés dio la ley es el mismo que obrará “gracia y verdad” por medio del Jesús encarnado.
La humanidad de Jesús, su dolor y su humillación se acentúan con la máxima intensidad en la pasión. Que Juan subraye la majestad de Jesús es un contraste que permite expresar con especial claridad su dolor y su humillación. Juan relata la escena (19,4s) como una cruel parodia de una presentación del rey ante el pueblo. Se menciona el manto de púrpura y la corona de espinas. Todo el peso recae en la frase de Pilatos: “Aquí tenéis al hombre”. La ambigüedad es pretendida. Por una parte, se acentúa la humanidad verdadera de Jesús, teniendo presentes sus dolores tras la flagelación (19,1ss) y la imagen rota de su mesianidad regia. Por otra parte, a través de su presentación y su humillación, se pone ante los ojos su radical identificación con los hombres, que él sella con la entrega vicaria de su vida. Por una parte Jesús es presentado como aquél en quien Dios pone en extremo de manifiesto la imagen y semejanza divina precisamente de los hombres que sufren, son perseguidos injustamente y son cruelmente asesinados; por otra parte, Jesús es presentado como aquél cuyo sufrimiento y muerte proporciona a los hombres la vida eterna. Sólo porque, verdadero hombre, como consecuencia de su misión muere la muerte en cruz, puede revelar cuánto amó Dios al mundo, hasta entregar a su hijo unigénito (Jn 3,16). El hecho de que tras la lanzada fluya de su costado sangre y agua (19,34), es señal inequívoca, para la época, de su muerte, y al mismo tiempo un símbolo de la donación del espíritu que, según las escrituras (cfr. Ez 47,1), ha de fluir del cuerpo de Jesús (7,37s) como fuente de agua viva.
Juan no permite que se le reproche que no se toma en serio la humanidad de Jesús, pero usa caminos distintos de los sinópticos. Al hacerlo, deja muy claro no sólo que Jesús ha sido un hombre, sino también que y cómo este hombre es el Hijo de Dios, uno con el Padre (10,30). Y por eso la humanidad de Jesús es un tema importante en el mensaje pascual de Juan: el resucitado lleva las heridas del crucificado (20,20.27) y come con los discípulos como lo hizo el terrenal (21,12ss). La encarnación de Jesús apunta desde el primer momento a la pascua, porque Jesús sólo en la cruz culmina (19,30) su obra reveladora que es eo ipso su servicio escatológico de salvación. La resurrección fundamenta, por la fuerza del espíritu, el recuerdo de aquel que ha subido hasta el Padre (13,1).
4. “…y hemos visto su gloria…”
Jesús hace visible la gloria de Dios en su obra y también en su muerte. La doxa propia que revela es la de Dios Padre. Los signos más claros son las acciones poderosas, empezando por Caná (2,11) y terminando con la resurrección de Lázaro (11,4.40). Estos milagros son signos de la gloria, no sólo porque superan la enfermedad y la necesidad, sino –y mucho más– porque permiten participar de la gracia desbordante de Dios que prepara la vida eterna. La revelación de esta gloria lleva a la fe (2,11; 11,40 cfr. 20,30s).
Juan presenta críticamente a los que creen en Jesús sólo por los milagros (2,23ss; 6,12-15.26), pero esto no le impide subrayar el carácter revelador y la credibilidad de los mismos. Los milagros se han de ver como parte de la misión y de la persona de Jesús. En Juan, la manifestación de la gloria en los milagros se sostiene por la presencia de Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre. Sólo su palabra (exigente, prometedora u orante) salva y el milagro se realiza con acciones elementales (preguntar, exigir, prometer, ver, compartir; cfr. 2,7s; 4,40; 5,6ss; 6,10ss; 9,1). Los géneros usados por Juan corresponden a los de los sinópticos (sólo faltan los exorcismos). Como ellos, constata un hecho histórico: Jesús fue un terapeuta y un exorcista extraordinariamente exitoso. Y también como los sinópticos, Juan explica los milagros de la naturaleza dentro del marco del orden creado. Ni la clase, ni el número, ni la magnitud, ni el efecto de las narraciones milagrosas de Juan relativizan la humanidad de Jesús, pero sí la cualifican, de manera parecida a los sinópticos: Jesús es un hombre de Dios que actúa con el poder de Dios. Juan lleva esto hasta sus raíces, es decir, a Dios y al amor primordial entre el Padre y el Hijo. Con ello muestra que el poder de Jesús no es una propiedad añadida, sino la esencia de su persona, fundada en su filiación divina. Los milagros de Jesús revelan al mismo tiempo la gloria de Dios y la suya propia que le ha sido dada por el Padre. Comentan y ejemplifican la afirmación básica cristólogico-soteriológica de que el Padre le ha dado al Hijo “tener vida en sí mismo” (5,26), para que él, como el Padre, “dé la vida a los que quiere” (5,21; cfr. 3,15; 6,39s; 10,10.28;17,2). El carácter de signo de los milagros no sólo presupone la resurrección y la exaltación, sino también la preexistencia, la mediación creadora y la encarnación del Hijo de Dios. Y al revés, los signos-milagros de Jesús revelan, en su concreción material, la realidad de la encarnación –hasta la interpretación eucarística (6,51c-58).
También los discursos de Jesús reproducen el reflejo de la gloria divina. Por una parte, Juan acentúa el conocimiento de Jesús acerca del futuro, no sólo de su persona, sino también de los hombres, del mundo y de toda la historia. Lo que empieza con pequeñas cosas (Natanael y la higuera, 1,47s; el pasado de la mujer junto al pozo de Jacob, 4,16-19), se amplía a cosas grandes (Jesús predice la destrucción del templo, 2,18-22, y la unión de judíos y paganos para formar la iglesia, 12,20-36, cfr. 10,11-21). El hecho de que Jesús conozca la necesidad salvífica de su pasión y espere su resurrección y exaltación, corresponde a la tradición sinóptica. Y aunque la exégesis histórico-crítica cuente con vaticinia ex eventu desde la perspectiva post-pascual, sigue en pie que los evangelios atribuyen al profeta Jesús hablar, con conocimiento seguro, de lo que le ha sido revelado sobre el futuro y el presente del Reino, sobre su poder, su misión y su destino (Mt 11,25-50 par. Lc 10,21s). Juan va más allá que los sinópticos en el motivo de lo profético (4,19.44; 6,14; 7,40-52; 9,17) para clarificar con palabras del Señor que –y cómo– la pasión y la resurrección de Jesús son el acontecimiento salvífico escatológico. El conocimiento profético de Jesús sobre si todavía no ha llegado su hora 2,4; cfr. 7,30; 8,20) o si ha llegado ya (12,23.27; 13,1; 17,1; cfr. 4,21ss; 5,26) estructura el tiempo de la actividad pública de Jesús en signos de viernes santo y pascua. A través de este conocimiento profético se expresa la dimensión pascual de los tres días: El camino hacia la cruz es una ascensión hacia el Padre, porque es un paso por la muerte de vuelta a la gloria plena junto al Padre (13,1ss; 17, 1.5.24).
A diferencia de los sinópticos, Juan dice que las palabras proféticas de Jesús se retrotraen al tiempo anterior a su venida terrenal. Juan entiende el carisma profético de Jesús más dentro del sistema de coordenadas trascendencia-inmanencia que dentro de estructuras temporales de predicción del futuro. Por esto no percibe un salto cualitativo en que Jesús, que ve la plenitud escatológica desde la perspectiva de Dios, hable también de su existencia junto al Padre antes de todos los tiempos –como, según Jn 12,41, Isaías ha visto ya la “gloria” de Jesús. Juan toma lo que según el AT y el judaísmo primitivo es propio de la Sabiduría: desde su unión preexistente con Dios, explica no sólo el curso de la historia, sino que revela este origen como fuente de su saber y como causa de toda acción de Dios.
La palabras de la preexistencia de Jesús tratan de explicar los presupuestos cristológicos que el acontecimiento pascual tiene como acontecimiento salvíficoescatológico. En la tradición sinóptica Jesús habla de que “ha venido”, “ha sido enviado”. En Juan, las profecías retrospectivas de Jesús resiguen esta línea hasta su origen, el Dios vivo (8,14.42). Lo que en los sinópticos está pensado y dicho escatológicamente, en Juan lo es protológicamente. Lo decisivo es la unión entre el Padre y el Hijo. La encarnación no fluye de la unidad del Padre y el Hijo, sino que la realiza y es el presupuesto de que los creyentes puedan participar en la unidad entre el Padre y el Hijo.
5. El libro de la fe
La pregunta decisiva de si se ha tomado la historia de Jesús como verdadera historia y se ha presentado como tal, no hay que dirigirla al autor del evangelio, sino que hay que dirigirla a los lectores del evangelio de Juan: si pueden creer que aquél de quien Juan habla realmente es el Hijo de Dios hecho hombre, muerto por nuestros pecados y resucitado de entre los muertos. A esto apunta el final del evangelio: Tomás y su incredulidad dan pie a la bienaventuranza de los que “sin ver, creen” (20,28). Y también alude a esto la nota final en la que describe el programa literario y teológico de su evangelio: volver a fundamentar, profundizar y explicar la fe de los cristianos en Jesús (20,30). Cuando Jesús ya no puede ser visto, permanece el libro que relata sus signos y se concentra en aquellos que dan a conocer la mesianidad y la filiación divina de Jesús.
El mismo evangelista es consciente de la provocación de su libro. Pero la ve como un presupuesto para desarrollar su comprensión de la fe: que Jesús pueda ser visto como aquel que realmente es. Los verbos relativos a la visión son de gran importancia en su evangelio. El aprendizaje de la visión conduce a no desarrollar ilusiones sobre Jesús. Y lo que paso a paso va apareciendo con mayor claridad lo pone de manifiesto Juan en las narraciones de encuentros de su evangelio. Los primeros discípulos, al ver dónde vive y a dónde va, pasan al seguimiento de Jesús (1, 29-51). Nicodemo, miembro del consejo judío, tras la fascinación de los milagros y la irritación del anuncio de salvación, recibe la promesa de ver la luz de la vida eterna en la elevación de la cruz (3,1-21). La samaritana, tras su irritación por contactar con el judío Jesús y la fascinación por su profecía, llega a la fe en la mesianidad de Jesús, compartida después por sus conciudadanos (4,1-42). El ciego de nacimiento, desde la experiencia de la curación y el mantenimiento de la verdad del milagro, llega al diálogo con Jesús, que le conduce a la plenitud de la fe (9, 1-41). El discípulo amado, al pie de la cruz, ve que y cómo muere Jesús realmente, y acepta esta muerte de este hombre como acontecimiento escatológico del amor de Dios, como consecuencia radical de la encarnación y como tránsito a la glorificación (19, 35). El testimonio de este discípulo amado es la célula germinal del evangelio de Juan (21, 24s), al hacer que la pascua manifieste la radicalidad de la encarnación y la encarnación, el significado escatológicosalvífico de toda la historia de Jesús, incluida su muerte y su resurrección.
D. Thomas Söding
Selecciones de Teología. Núm. 172
Tradujo y copió: Lluis Tuñí