Sólo un niño es capaz de expresar tan nítidamente, con la sencillez y la contundencia propia de los niños, el drama que todo ser humano llevamos dentro y que constituye nuestra experiencia básica sobre eso que llamamos la existencia.
Cuando, apenas iniciado el proceso de hablar, consigue poner en palabras su deseo más profundo, refleja, a su nivel, todo lo que la filosofía y la teología intentan decir desde hace muchos siglos. La expresión: “Quiero ser grande”, dicha en los inicios de la vida, bien podría ser la conclusión que un anciano transmite de toda la experiencia y ansiedad con que ha vivido y al final sigue sintiendo.
La vida es la búsqueda de algo más de mí mismo, el proceso de hacer de nosotros un nosotros mejor y más grande, la tarea de hacer…se. La vida es, pues, una tarea difícil y apasionante, es la tarea moral, porque el material a manejar soy yo mismo, somos las personas que nos sentimos, como el mundo, inacabadas, insatisfechas, infelices, ansiosas.
Pero no sólo de hacer-se o agrandar-se, sino de hacer-se de la manera mejor, es decir, del modo que mejor responda a lo que profundamente anhelo ser. De ahí que recoja la frase de Pedro Salinas para encabezar esta reflexión.
Por eso, para significar de un modo plástico lo que es la moral, se ha recurrido muchas veces a la figura del artista que, con unos materiales normales pretende hacer algo que sea significativo y bello. Como el alfarero, que con barro va modelando poco a poco una figura, como el herrero que, a martillazos cuidadosos, va forjando el hierro hasta conseguir una maravilla, o el escultor que, a golpe de cincel, va haciendo aparecer la imagen tan ansiosamente prevista en su diseño.
Desde antiguo se ha descrito la vida como una laboriosa caminata en la que dirigimos nuestros pasos hacia una meta intensamente sentida, añorada, presentida.
Las dos grandes culturas que han dado origen a la nuestra, la griega y la judeocristiana, tienen sus inicios en dos largas marchas, la de Ulises buscando su hogar y la de Israel buscando su tierra. Las rutas que recorren la cultura occidental son las de las peregrinaciones, parábolas de nuestra propia vida de caminantes, nómadas, siempre inquietos y buscadores de otras tierras en donde realizar lo que la cotidianidad nos niega.
No es fácil, sin embargo, creer en la existencia de esa meta. Ni es fácil preparar nuestro ánimo para superar las dificultades con que puede estar sembrado el camino. Ni siquiera es fácil tener la esperanza de alcanzarla. Hay que elegir bien y fijar la atención, como el arquero que mira la diana y pone todo su cuerpo en tensión al servicio de una flecha que debe dar en el blanco.
Errar el blanco es fracasar. Es perder la ocasión. Dejar pasar la posibilidad. Como Guillermo Tell que tiene en sus manos la vida de su hijo y la propia. ¡Cuánto entrenamiento y cuanta repetición hasta conseguir el dominio del arco y ser un virtuoso, es decir, tener mucha energía y entusiasmo para vencer el desaliento y seguir siempre!
Si pudiéramos quedarnos tranquilos en la seguridad de nuestro presente. Si nos fuera posible permanecer en la realidad del hoy. Si el niño no tuviera la necesidad profunda de ser grande y crecer, si pudiera seguir siendo para siempre un niño…Pero no, dentro de él y de nosotros hay un algo que nos empuja. Hay una tensión que nos hace entender el presente siempre como un intermedio. Tenemos como un muelle interior que nos hace añorar un futuro todavía desconocido pero distinto y mejor que el presente.
Desde dentro hay un algo que nos lanza a saber dónde estamos y a buscar el oriente de orientación personal, como el marinero tiene que conocer su situación para dirigir su rumbo hacia el puerto de destino y no puede perder de vista la estrella que le indica el norte. Desnortarse, desorientarse, es desviarse, extraviarse, perderse.
Al unísono funciona el conocimiento de la situación y el de la orientación. A la vez funciona un nivel de conciencia que me permite saber quien soy y otro nivel de conciencia que me indica hacia dónde debo ir. Son dos manifestaciones de lo que llamamos conciencia: Una sicológica, otra moral. Pero ambas, desde lo más adentro de mí afloran como necesidad de saber lo que soy, una, y de buscar lo que necesito ser, otra.
Y ¿cómo saber lo que necesito ser? ¿Qué camino seguir?
Los demás son siempre compañeros de viaje. A través de ellos me conozco y por ellos se me despiertan aspiraciones para sacar de mi interior aspectos positivos que veo realizados en otros.
Unos con sus consejos, normas; otros con su manera de ser, modelos, me ofrecen indicaciones y orientaciones que, respetando siempre mi libertad, para eso estamos en un ámbito moral, me dicen cómo puedo llegar mejor a donde quiero ir.
Es como cuando hago una excursión y me encuentro personas a las que pregunto o indicaciones puestas por otros que me señalan la dirección o contrato un guía para que nos lleve mejor. La experiencia de quien ha hecho muchas veces un viaje, el de la vida, está recogida en las normas. Por ellas puedo saber mejor cómo orientarme. Pero ellas están a mi servicio, no son mis jefas.
S. Pablo diría que son como el pedagogo que usaban los romanos para educar a sus hijos, era un esclavo que les enseñaba mientras eran niños. Al llegar a mayores lo mantenían para pedirle consejo, pero no para que les mandara.
Precisamente por ser libres podemos tomar caminos distintos. A veces puede ser un acierto, a veces es una equivocación, porque nos desviamos de la ruta que nos lleva a nuestra meta y objetivo. En la Biblia, este error que nos extravía del camino de la vida se llama pecado.
Es ir equivocado en la vida. Lo contrario de lo que necesitamos. Al revés de cómo les gustaría a quienes nos quieren que se llenan de preocupación pensando que vamos mal y la preocupación les afecta y les duele porque quieren nuestro bien y no les hemos hecho caso en lo que nos decían y en lo que querían. Por eso la palabra pecado tiene ese matiz de ir contra la voluntad de quien nos quiere. Como los hijos cuando hacen algo contra el parecer de sus padres y meten la pata. Tienen que cargar con las consecuencias todos, a todos les afecta y les duele. A los padres más. A Dios-Padre más.
Por el pecado me doy cuenta de cómo soy y, en ocasiones, no me aguanto, porque me gustaría ser mejor, una persona más completa, tener mejores relaciones, ser más fuerte. No es tanto cuestión de culpa como de necesidad. Soy más pobre que malo.
Menos mal que el amor supera lo que hacemos y, rápidamente, los padres acuden pronto a decir que siguen queriendo al hijo y que hay que trabajar, rápidamente, en arreglar el daño. Que la vida no se acaba y se puede seguir adelante volviendo a tomar el sendero anterior o buscando una nueva ruta que nos acerque al objetivo de la mejor manera. Menos mal que los padres, Dios sobre todo, entiende y acepta. Perdona.
La vida es, así, un largo camino que tiene momentos de cansancio y de entusiasmo, que tiene compañeros de viaje, en donde todos vamos o unidos en libertad y con alegría, o atados sin libertad ni ganas.
Nuestro ánimo vital y nuestro nivel moral está condicionado a la esperanza. Cuanta más esperanza más alta la moral. Cuanto más libre me siento, porque no me acusan de culpas sino que me ven necesitado y me aceptan como soy, más responsable me hago y más entiendo a los demás que necesitan también mi ayuda y mi comprensión.
Una moral así, una moral entendida desde la persona de Jesús, que es una gran persona y tiene una gran corazón para entendernos, levanta la moral y nos hace más humanos, más hermanos y más personas.
José Alegre Aragüés es profesor de Teología, Moral Social y Economía en el Centro Regional de Estudios Teológicos de Aragón y en el Instituto Diocesano de Estudios Teológicos para Seglares. Director de la Revista Aragonesa de Teología.