Lecturas
Ezequiel (33,7-9)
Sal 94,1-2.6-7.8-9
Romanos (13,8-10)
Mateo (18,15-20):
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un gentil o un publicano. Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo. Os aseguro, además, que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre del cielo. Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos.»
SI TE HACE CASO HAS SALVADO A TU HERMANO
2023, 23º Domingo Ordinario
El evangelio de este domingo nos muestra que seguir a Jesús equivale a cambiar profundamente la vida. Si esta no cambia es porque en lugar de seguirle a él vivimos egocentrados. Lo cual arguye máxima pobreza. Es imposible seguirle en serio a él y no sentirnos dinámicamente implicados y entusiasmados en la obra de Dios. La corrección fraterna es uno de los procedimientos más admirables de la vida cristiana en orden a la transformación de la persona para lograr una organización evangélica del corazón humano. La condición real y corriente del creyente actual no hace fácilmente practicable el hecho de la corrección fraterna. Con ello se difumina el verdadero cristianismo y se pierden inmensas energías. Esta es la pregunta clave ¿seguimos en verdad a Jesús o no? ¿Manda realmente él en nuestra vida o convivimos, unos y otros, en independencia total?
La corrección fraterna ha sido propuesta durante siglos en la historia de la espiritualidad como un medio formidable de madurez y santidad. Pero la irrupción de la libertad ilustrada y la progresiva secularización del ambiente social, que antepone el bienestar personal al comunitario, han hecho olvidar y hasta menospreciar este formidable medio de madurez que solo es posible entre personas y grupos de sincera inquietud evangélica. El amor propio implica siempre la muerte de la generosidad. Sin ella la solidaridad es imposible. La práctica de la corrección fraterna coincide con el sentido hondo de la encarnación y de la redención de Jesús pues activa sobremanera la práctica de la gratuidad y de la caridad en el logro de la madurez de personas y comunidades. Tiene su fundamento en el testamento de Jesús cuando dice: “que todos sean uno como el Padre y yo somos uno” (Jn 17,21).
La corrección fraterna supone una opción fuerte de seguir a Jesús en su camino “con todas las fuerzas”, con todo el amor y capacidad. Practicarla equivale a tomar muy en serio su mensaje. Nada tiene que ver con la mediocridad y la frialdad imperantes. Es creer en serio y ser absolutamente coherentes con el evangelio.
Jesús dice que “si tu hermano llega a pecar, vete y corrígele a solas, tú con él. Si te escucha habrás ganado a tu hermano”. Esto supone que uno ha madurado en la fe y vive un clima de empatía evangélica que le otorga gran capacidad de crecer, de fructificar con regularidad. Crecer en verdad no es sino implicar al otro en el proyecto del evangelio. Sin una mirada ilusionada y amorosa, sin un crecimiento compartido, sin entusiasmo por Jesús y el evangelio, una buena corrección fraterna no es ni pensable ni viable. Corregir no es reprender, sin más. Conlleva saber crear el ambiente que lo hace posible. De lo contrario, aquello se convertirá en violencia e imposición. Lo cual no es deseable. No se trata de echar en cara, de avergonzar y exasperar. Y menos, de ejecutar y anular. Se trata de salvar al hermano y de recuperarlo en el entusiasmo ilusionado de la comunidad. El amor para corregir y la tolerancia para ser corregido solo pueden dimanar de un nivel de fe serio y formal.
Sigue Jesús diciendo: “Si no te escucha, toma todavía contigo uno o dos, para que todo asunto quede zanjado por la palabra de dos o tres testigos”. Esta norma estaba vigente en el Antiguo Testamento (Dt 19,15) y se hace mención de ella en el Nuevo Testamento (2 Cor 13,1).
Jesús prosigue: “Si a ellos desoye, díselo a la comunidad. Y si hasta a la comunidad desoye, sea para ti como el gentil y el publicano”, es decir, como masa informe, como persona que se niega a seguir en serio a Jesús. No se quiere emplazar entre sus seguidores. Rechaza. Rehúsa. Es responsabilidad suya.
Corregir para hacer crecer es un principio ineludible vital, científica y prácticamente. No hacerlo es máxima negatividad. Supone un estado de sopor, de inconsciencia, en fin, de irresponsabilidad y de pecado, que afecta a la acción de Dios, a la historia, al hombre, a la convivencia eclesial y social. Descubrir a Dios y su obra lleva necesariamente consigo cooperar y colaborar. El hombre, su crecimiento y madurez, son obra de Dios. Dios, en su misterio trinitario, no solo es infinito, existe infinitamente comunicado. Comunicar vida, conocimiento y amor es máxima colaboración con Dios en la creación y divinización del hombre. Es cooperación con la formación de Cristo en los hombres. El hombre es imagen de Dios. Es obra suya. Quien no es responsable ni solidario impide a Dios ser Dios y hacer de Dios en la historia. No cumple la misión más excelsa e ineludible: formar a Cristo en los otros. Somos un cuerpo de diversos miembros y todos, en su peculiar función, tienden a la interacción, intercomunión y perfección de todos. Un miembro malignado emponzoña todo el cuerpo. Una pieza rota impide el movimiento global de la máquina. Somos constitutivamente solidaridad y complementariedad. Los ojos caminan por los pies. Los pies ven por los ojos. Tenemos necesidad absoluta los unos de los otros. La eucaristía es también comunión. No solo sacramental, del pan, sino fraterna y social, de los unos con los otros.
La Revelación, del principio al fin, siempre ha contemplado la solidaridad responsable de todos en el crecimiento de los demás. Jesús aparece en el Apocalipsis citando la Sabiduría diciendo: “Yo, a los que amo, corrijo” (2-3). En Ezequiel leemos: “Si no hablas al malvado que abandone su mala conducta, a fin de que viva, el malvado morirá por su culpa, pero de su sangre te pediré yo cuenta a ti” (3, 17). Corregir es llevar juntos la carga del otro:” Ayudaos mutuamente a llevar vuestras cargas y cumplid así la ley de Cristo” (Gal 6,1-2). San Agustín afirma: “Peor eres tú callando que él faltando”. Corregir no es una acción libre. Es una acción eclesial de primer orden. Corrigiendo nos corregimos. Amando nos amamos. Dios mismo quiere hacerlo a través de nosotros. “Dios os trata como hijos. ¿Y qué hijo hay a quien el padre no corrija? Si os eximen de la corrección que es patrimonio de todos, será que sois bastardos y no hijos” (Hbr 12,7-8).
La corrección es necesaria. Pero, o es un acto de amor, o es preferible no practicarla. Solo quien ama está en condiciones de hacerla. Nuestro gran pecado es la omisión. Somos muy responsables de los pecados de los demás. No corregimos porque no amamos.
Nuestro distanciamiento de una práctica saludable de la corrección fraterna es inmenso. Corresponde a la pobreza de nuestra fe, a la magnitud de nuestro amor propio. Dios nos ayude a verle y a desearle.
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