Lecturas
Isaías 50,5-9a – Sal 114 – Santiago 2,14-18
San Marcos 8,27-35
TU ERES EL MESÍAS
EL HIJO DEL HOMBRE TIENE QUE PADECER MUCHO
Lo verdaderamente distintivo del cristianismo es que Dios mismo se nos ha revelado, nos ha hablado y sigue hablándonos. Las asambleas dominicales se congregan en la eucaristía y aunque el motivo ancestral de la reunión sea lamentablemente, para un gran número, “cumplir” un precepto tradicional, la verdad real de la fe es que los cristianos acudimos a las asambleas dominicales porque en ellas “Cristo mismo habla” y porque celebramos algo maravilloso que él nos recomendó hacer perpetuamente: el misterio pascual, es decir, su misma pasión, muerte y resurrección con el fin de insertarnos en él.
La escena que nos refiere hoy el evangelio de Marcos nos sitúa en uno de los poblados de Cesarea de Filipo, muy lejos de Jerusalén, en una región mayoritariamente pagana. Desde allí arranca el camino decisivo de Jesús a Jerusalén. El texto evangélico pone en evidencia cómo el Maestro, desde aquel momento, “habla con toda claridad” planteando la cuestión fundamental de su mensaje: su identidad mesiánica y, también, lo verdaderamente nuclear de la vida nueva que él enseña. Jesús ha revelado el nuevo Reino de Dios y él en persona ha practicado sus rasgos decisivos. Pero sus acciones han sido malinterpretadas y no han conseguido el logro que él esperaba. Han suscitado ceguera, incomprensión, conflicto y fracaso. Y ello provoca un duro momento de crisis de identidad que él expresa mediante una doble pregunta: “¿quién dice la gente que soy yo?” y “¿vosotros, quién decís que soy yo?”. Lo que él dice y hace ¿está respondiendo a la voluntad de Dios? La respuesta de los discípulos y de Pedro es claramente frustrante y por eso, de inmediato, Jesús hace dos correctivos. Primero, Jesús da una orden tajante de silencio y, segundo, formula una enseñanza y anuncio que rectifica lo que Pedro ha dicho y los discípulos piensan. La respuesta de Pedro no se ajusta a lo que Jesús piensa de sí mismo ni a lo que Dios quiere de él. Pedro sueña con un Mesías triunfal, un líder político que se haga con el poder; pero Jesús tiene como cierto que los caminos de Dios van por senderos muy diferentes. Jesús ve su futuro tan evidentemente contrario a la idea de triunfo que les habla con claridad de padecer mucho, de ser rechazado y ejecutado, de tener un trágico final. Y se aplica a sí mismo el título de “Hijo del hombre” con claras connotaciones y referencias a la figura del” Siervo de Yahvé” de Isaías.
Pedro no comprende la posición de Jesús e intenta corregirle y convencerle. Pero la reacción de Jesús es de una dureza inesperada que contrasta con la buena voluntad de Pedro. Es uno de los momentos más tensos y fuertes de todo el evangelio. Jesús se lanza a romperles los esquemas y aspiraciones respecto al nuevo Reino de Dios y en relación con la idea del Mesías. Y les instruye inmediatamente. El tema no es solo seguirle y compartir su misión, sin más. Seguirle implica conflicto, sufrimiento y muerte. Anuncia expresamente que él va a sufrir mucho, ser condenado y ejecutado. Pedro reacciona con lealtad extrema queriendo impedirlo. Pero Jesús reafirma con energía sorprendente “¡Quítate de mi vista, Satanás! Tú piensas como los hombres, no como Dios”. En momento tan singular, Jesús llama a la gente y a sus discípulos y por vez primera pronuncia unas sentencias terminantes: “El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Mirad, el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por el Evangelio, la salvará”. La única manera, pues, de estar con Jesús es cargar con la cruz y seguirle. Y la forma de conservar la vida es perderla por él y por el reino.
El mensaje de Jesús es tan singular y sorprendente, tan tajante y señero que nos preguntamos no ya si lo estamos siguiendo, sino si hemos llegado a entenderlo. Representa una novedad tan única en la historia que jamás nadie la superará. Habla de la incondicionalidad absoluta del amor al prójimo, de optar siempre por los otros pase lo que pase. La cruz no son los crucifijos, sino amar en el extremo de la dificultad. ¡Y qué dificultad! En Cristo es el amor más alto, el de Dios, vivido en la realidad más baja y terrible, el tormento de la crucifixión inferido por el odio más torpe, el de una humanidad ingrata y pecadora. El instinto ciego del hombre ha sido siempre poder y vencer. Jesús nos enseña a ser siempre perdedores ante el prójimo, incluso en el supuesto de la enemistad. La cruz significa optar por no situarse nunca, y en ningún caso, por encima del hombre, frente al hombre, contra el hombre, al margen del hombre, sino siempre cerca del hombre, a favor del hombre. Jesús va a expresarlo personalmente ofreciendo libremente la vida cuando le están infiriendo la muerte. Soporta la cruz sin tener en cuenta la ignominia (Hbr 12,2). Él habla de perdonar siempre, de vencer el mal con el bien, el odio con el amor, la repugnancia con la ternura. Conseguimos la razón dándola obsequiosamente a los otros. Jesús enseña, con palabras y hechos, a perdonar siempre e ilimitadamente. El crucifijo, la muerte violenta e injusta de un Dios, será siempre un desmentido a la pretensión de tener la razón contra nadie. Jesús lo enseña terminantemente. Vence el mal a fuerza de bien. Asume nuestro mal como propio y se hace por nosotros y con nosotros “pecado” y “maldición”. “Se despojó de sí mismo tomando condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz” (Flp 2,5-8). La cruz expresa un amor límite, insuperable e irreversible. “En esto hemos conocido el amor; en que él dio su vida por nosotros” (1 Jn 3,16). “Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1).”Vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave aroma” (Ef 5,2).
El perdón de los enemigos, ser capaz de perdonar las ofensas, más que un mandato, representa una gracia de Dios. Es la comprobación de que místicamente estamos poseídos por Cristo. Es la prueba de que ya hemos conseguido el amor supremo que se vive en el cielo. Supone que uno ha entrado en un orden superior y que su comportamiento tiene una modalidad divina. El sufrimiento solo es posible cuando alguien se ha dejado amar por Dios y está emocionado por ello. No es algo inhumano sino suprahumano. La capacidad y alegría por el sufrimiento supone la mediocridad y la rebeldía convertidas en receptividad. Es señal del dominio del Espíritu ayudando a superar el estancamiento de la voluntad. Es prueba de que está resuelto, o resolviéndose el gran dilema egoísmo-gratuidad.
Esta manera de pensar puede parecernos desconcertante. Pero la vida cristiana se asienta mucho más en la gracia de Dios que en el esfuerzo humano. Jesús lo dijo: “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,3). Solo un amor fuerte puede ayudarnos a gloriarnos en la cruz de Cristo.
Francisco Martínez
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